El escepticismo y la actitud escéptica
H.N
I
Cuenta un antiguo relato1 que cierta vez el filósofo Pirrón iba caminando junto a su amigo Anaxarco. Mientras conversaba, Anaxarco cayó en una ciénaga. Pirrón, sin socorrerlo, siguió hablando solo y continuó su camino. Cuando Anaxarco pudo por fin librarse de esa situación, fue a buscarlo y elogió de Pirrón la enseñanza que había dado, al tratarlo así, impasible, indiferentemente.
Es que el núcleo de la doctrina escéptica, de la cual Pirrón fue uno de sus expositores más relevantes, enseñaba precisamente eso: la impasibilidad, la indiferencia.
Nada es cierto: todo es igual y da lo mismo. Los sentidos nos engañan, la inteligencia se confunde, la memoria claudica. Nada de lo que sabemos es confiable: no hay cosa cierta, torpe, honesta, justa o injusta.
Ese descreimiento que uniforma todo (cosas, pensamientos, voluntades), hasta convertir toda filosofía en un brumoso atardecer, surge en Grecia en el momento en que, precisamente, los caminos que toda una generación de filósofos había explorado, buscando develar los misterios del universo, parecían exhaustos.
Un poema dedicado a Pirrón así lo recoge y recuerda:
¿Cómo, dime, pudiste, anciano Pirrón,
librarte del obsequio y servidumbre
de tantas opiniones de sofistas
llenas de vanidad y falsa ciencia?
¿Cómo cortar el lazo
de toda persuasión y engaño todo?2
Esta ha sido una constante del pensamiento escéptico y de la actitud escéptica (resurgidos después de Pirrón innumerablemente a lo largo de la historia): aparecer cuando los esquemas del pensamiento (real o imaginariamente) se muestran agotados.
Es como si el hombre buscase refugio ante sus frustraciones en esa duda que alcanza a todo, que quiere dudar únicamente, que sabe de antemano (esta es la única porción de certidumbre que se permite a sí misma) que tras ella no vendrá respuesta alguna. Una duda, en definitiva, que reniega de la dimensión de apertura que en toda duda subyace, que se auto encarcela en las fronteras de su dudar sin salida.
II
Pirrón nació en Elis hacia el 365 a. de J.C.
En la época de su nacimiento habían florecido ya en Grecia impresionantes escuelas y sistemas filosóficos.
Pero su vigencia aún no había alcanzado esa depuración que los años traen y que permite discernir, como diría un poeta, entre el falso y el verdadero verde.3
Junto a ellos aparecía una multitud de opiniones diversas que multiplicaba ese curioso fenómeno de la sofística abierto en perplejidades tan intensas.
Cada observación, cada opinión, encontraba una refutación posible.
Junto a observaciones y reflexiones que los siglos han reconocido como válidas, se encontraban otras que solo fascinaban, ofuscando los aspectos ciertos del conocimiento.
No existían, por lo demás, ciencias adecuadamente constituidas (una biología, una física, una psicología, una lingüística). El debate avanzaba entonces promiscuamente: abarcada, de manera audaz, la inmensa variedad de regiones del conocimiento.
Las discordias de los filósofos, la imposibilidad mínima de sintetizar sus opiniones, iban preparando la actitud de no interesarse por nada, de apartarse de toda creencia.
Como siglos después compendiara Sexto Empírico4, el escepticismo consistió en comparar entre sí, en todas las formas posibles, las razones opuestas.
Como todas tenían en su parecer igual peso, el escéptico se sintió en la necesidad de considerarlas recíprocamente neutralizadas, igualmente invalidadas.
Propuso por ello, y como actitud filosófica última, la abstención de todo juicio.
(Los textos antiguos recuerdan a un filósofo, Cratilo5, quien, abrumado por contradicciones que no podía resolver, no osó ya pronunciar juicio alguno).
Este es un punto especialmente distintivo de la actitud escéptica y de la doctrina que en ella se encarnó.
Las cosas que los sentidos perciben y la inteligencia concibe, están invariablemente sujetas a la refutación y al olvido. Es imposible encontrar un argumento, una justificación, al que otro argumento u otra justificación no atenúe o descalifique. Para cada palabra que afirma hay otra palabra que niega, para cada sí hay un no, igualmente tenaz.
Entonces, solo es posible quedarse por un no más amplio todavía, un no omnicomprensivo que niegue simultáneamente toda afirmación y toda negación. Que llegue a una duda para permanecer en ella.
Y así: no entiendo, no defino, no conozco. Y acaso tampoco eso. Acaso entienda, defina, conozca, pero de maneras tan ambiguas y perplejas, que no pueda sustentar mínimamente una palabra que las exprese.
Quizás, tal vez, acaso.
La duda, final, insuperable, cubre todo el ámbito de la reflexión.
Ya ni las palabras caben.
Inseguro aun de la existencia de las cosas sensibles, Pirrón va a chocar, hacia el final de su vida, contra árboles y rocas: sus amigos deben acompañarlo para velar por él.
III
Una duda así tan universal no podía razonablemente haber pasado de la actitud en que se expresaba y de las pocas palabras (más parecidas al silencio que a la palabra misma) que bastaban para explicarla.
Compendiar sus argumentos, proponerlos de modo sistemático, parecía una actitud de afirmación que ofuscaba su propia vigencia.
Porque hacer una exposición de las razones de la duda y positivarla en términos de una enumeración objetiva, ¿no era acaso incorporarla a ese mundo impersonal y abstracto del que todo se dudaba?
¿Cómo se excluirían de la duda las razones de la duda misma? ¿Cómo se postularía la necesidad de dudar, sin afirmar y negar al mismo tiempo la propia postulación?
Sin embargo, inaugurando una de las paradojas más extrañas que conoce la historia de la filosofía, el escepticismo se exhibió como doctrina.
Proclamó y defendió (fue incluso reelaborado y fijado a través del tiempo) las razones de la duda. Sin perder su condición de opción de vida, se propuso también como un verdadero núcleo teórico elaborado cuidadosamente, en el que los argumentos del dudar se ordenaban sistemáticamente.
Aunque el modo en que lo hiciera se conozca con el nombre de tropos (que sugiere un lenguaje figurado de sentido alegórico), su conformación constituyó un verdadero manifiesto en diez capítulos, proyectado posiblemente ya en la época de Pirrón y recuperado de manera definitiva por Enesidemo (otro de los grandes expositores del escepticismo) en las cercanías de la era cristiana.
Consideradas en su conjunto y separadas de los detalles en los que frecuentemente se extravió, las razones de la duda contenían, básicamente, una recusación del conocimiento sensible (no existe posibilidad alguna de desvanecer las imprecisiones de nuestros sentidos, que deforman la realidad hasta volverla inaccesible) y una exaltación al valor relativo de las opiniones, las costumbres y las leyes.
Con el tiempo se agregaron otras que objetaban el conocimiento indirecto de la realidad, sea por el razonamiento propiamente dicho, sea por el principio de causalidad, y se esforzaban por demostrar la incertidumbre de toda conclusión. La verdad era radicalmente inaccesible, en cualquiera de sus formas.
Estos tropos no sólo trataban de explicar los fundamentos de la duda sino también ciertas actitudes postuladas genéricamente desde la concepción escéptica: la abstención del juicio, la adiaforía y a la ataraxia.
IV
Pero seguramente, más aun que los tropos y sus circunstanciales adiciones, el núcleo de la doctrina y de la actitud escéptica se revela en el tipo de argumentación que inauguran sus sostenedores.
El escepticismo es, en el fondo, un modo de asumir la realidad, de características especialmente negativas y complejas.
Para exhibirlo, propone una dialéctica no sintetizable. Estructura dos series de argumentaciones contrapuestas, cuidando hasta el detalle que su equilibrio las anule a las dos.
El método traduce una actitud subyacente: afirmar y negar, con un peso tan rigurosamente equivalente, que lo que se afirma quede negado al punto de no poder ya afirmarse más, y lo que se niega, afirmado al punto de no poder tampoco afirmarse más.
Si la dialógica (y el diálogo fue ciertamente el modo inaugural de la filosofía en Occidente) expresa la dimensión abierta de dos intelecciones que buscan entenderse e integrarse; y la dialéctica, una oposición de ideas que conlleva inexorablemente a su síntesis ulterior, el modo escéptico de argumentación quiere en cambio extremar los discursos contrapuestos hasta volverlos recíprocamente exhaustos, en una ingente y singular simetría.
Hay, en orden a este punto, un ejemplo especialmente elocuente en la historia del escepticismo: el que se refiere a las dos alocuciones de Carnéades acerca de la justicia.
Carnéades había sido enviado en una embajada a Roma en el año 156 a. de J.C., cuando los atenienses quisieron eximirse de una multa que les había sido impuesta por razones militares y políticas.
De ese episodio lamentablemente ya no quedan casi registros directos. Perdido el libro III de República en el que Cicerón lo recuperaba y comentaba, solo se conservan referencias indirectas, fragmentos mutilados.
Sin embargo, aun así y venciendo las limitaciones de la documentación histórica, es posible recuperar el impacto que produjeron sus discursos ante el Senado romano.6
Las alocuciones tuvieron lugar en dos días sucesivos.
El primer día expuso en un hermoso lenguaje todo lo que se puede decir a favor de la justicia. Recordó los argumentos de devolver a cada uno lo suyo. Reivindicó la doctrina del derecho natural y reflexionó acerca de las conexiones esenciales de la ley humana positiva con la naturaleza de las cosas.
Carnéades era un hábil orador, “acérrimo en las reprensiones e inexpugnable en los argumentos”7, Tan hábil exponiendo, que en país hasta los maestros de oratoria dejaban sus escuelas y concurrían a escucharlo.
Ese día su alocución fue brillante. Desde una sabia disposición de ideas, construyó un encadenamiento cierto de razones y palabras. Nadie pudo escapar a su seducción.
Al día siguiente y ante el mismo auditorio, Carnéades, con idéntica lucidez, desarrolla otra alocución acerca de la justicia.
Otra vez fue brillante. Pero, ahora, los argumentos se trazaban en un sentido totalmente contrario.
La justicia es una institución humana y arbitraria; no hay derecho natural anterior y superior a las convenciones concluidas por los hombres; el interés es quien define el contenido de las leyes, el derecho varía según los tiempos y países. Si existiese una justicia, su ejercicio sería una suprema locura.
Sus discursos conmovieron al auditorio. En una cultura como la de Roma, especialmente sensible a las cuestiones del derecho y la justicia, la bivalencia discursiva no podía sin impactar intensamente.
A pesar de los siglos, el episodio sigue recordándose.8 Carnéades había logrado neutralizar con sus palabras sus propias palabras, oponer a sus argumentos, otros contrarios de la misma intensidad.
Había deshecho, ante el asombro y la perplejidad de sus oyentes, cada rincón de su propia argumentación: la del primero y la del segundo día.
La interpretación política explica que el segundo de sus discursos tenía por objeto llamar la atención sobre el posible uso ideológico, por parte de los romanos, de ciertas concepciones tradicionales acerca de la justicia. La interpretación filosófica muestra más bien que, trascendiendo los objetivos inmediatos de su embajada, Carnéades había hecho una perfecta exhibición del modelo de argumentación escéptica: la que lleva a una duda desde la que es imposible ya afirmar alguna cosa.
V
El ejemplo de Carnéades es especialmente adecuado para mostrar la configuración del argumento escéptico en la forma en que, genuinamente, encarna la actitud escéptica.
Tomó afirmaciones acerca de la justicia, muchas de las cuales llevaban ya una larga elaboración.
Algunas provenían de desarrollos muy consolidados en tradiciones y escuelas filosóficas. Las relativas a la naturaleza de la cosa, por ejemplo, o (por recordar una en sentido contrario) la de la justicia determinada y definida por el propio interés de quien juzga.
A lo largo del tiempo, esas ideas ya habían alcanzado un carácter impersonal y abstracto. (Incorporada a la cultura objetiva, una tesis se despersonaliza, se vuelve radicalmente independiente de su autor histórico).
Carnéades recopiló las razones contrapuestas, recogió y exhibió sus argumentos, mostró cómo se vencían y anulaban recíprocamente.
El resultado de la argumentación significaba el simétrico final que acompañaba a una postulación personal, también final. El escepticismo es, antes y por sobre todas las cosas, una actitud de vida, una respuesta del hombre a los misterios del universo.
Respuesta que nada es mejor, que no hay justicia, verdad, conocimiento hallables. Que sólo la duda está destinada a permanecer inagotable.
VI
El sentido existencial del escepticismo se advierte igualmente en las actitudes concretas frente a la ley.
A la duda que propone se corresponde el vivir como todos conforme al derecho, las costumbres y la religión del país.
“Nosotros no nos apartamos de la costumbre”, señalaba Timón de Fliunte, el discípulo de Pirrón.9
Y esta correspondencia era reflejo de la apatía, de la no valoración, de la abstención del juicio, características de la actuación escéptica.
Porque si, como advertía el décimo de los tropos en la formulación de Enesidemo al recordar la variación de las leyes, "(...) los egipcios embalsaman a los muertos, los romanos los queman, los peonios los arrojan a los pantanos; y los persas permiten que los hijos se casen con las madres, los egipcios que las hermanas se casen con los hermanos y la ley griega lo prohíbe (...)”, ¿por cuál ley inclinarse, cuál admirar, cuál rechazar, cuál definir como justa?
Este modo de adecuación lineal a las leyes vigentes, a la vez que desplazaba todo cuestionamiento, vedaba desde un inicio la lucha por el derecho, que es un componente ontológico de la cultura jurídica.
El escéptico seguía las leyes no tanto por una adhesión a su contenido preceptivo (que hubiese por lo demás renovado dócilmente a pesar de cualquier modificación) sino porque la justicia que debía fundamentarlo le parecía en todos los casos dudosa.
Este es uno de los puntos en los que la actitud escéptica se muestra más especialmente oclusiva.
Nada es honesto ni vergonzoso, justo ni injusto. La adiaforía y la apatía: no tener opinión sobre el bien ni sobre el mal. Atenerse a lo que hacen todos. Resignarse ante la opresión.
No son estas frases sino los indicadores de una juridicidad desconocida, negada, violentada desde su propia raíz.
La fe en el derecho como propuesta de justicia y paz queda de este modo irremediablemente ofuscada.10
VII
En lo que concierne al derecho, el escepticismo desplaza de este modo el criterio de validez por el de vigencia. O, más aun, los iguala en su significado.
La validez del derecho propone la armonía de la ley humana con un orden anterior y superior a ella. Plantea de modo inmediato y directo un problema de adecuación.
La vigencia, en cambio, alude únicamente al hecho del cumplimiento generalizado de la ley, cualquiera sea la razón que lleve a él.
Se trata, en consecuencia, de magnitudes diversas.
Mientras la vigencia refiere a comportamientos que pueden tener un origen meramente externo (coacción del poder político, presión social, etc.), la validez atañe directamente al contenido del derecho.
De este modo, un juicio sobre la validez de la ley supone siempre admitir un orden universal (el quinto de los tropos de Enesidemo se refería precisamente a este resultado), el tema de la validez queda definitivamente desplazado.
Podría, es cierto, también el escéptico dudar del hecho mismo de la vigencia, cuestionar como posible la observación de que las personas se comportan en cierto tiempo y en cierto lugar de determinada manera.
Pero esta última duda sería en definitiva una duda menor. Serviría acaso únicamente para cerrar los caminos de la otra, la más alta y profunda: la relativa a la validez general del orden mismo.
Y es a esta otra a la que apuntan la argumentación escéptica y la actitud que la acompaña.
Se admite la vigencia porque no quiere aceptarse la validez, porque se la cuestiona en términos insolubles, relegándola a un plano ontológicamente inaccesible.
VIII
El escepticismo renació, después de Pirrón, de Timón de Fliunte, de Enesidemo y de Carnéades, muchas veces en muchos lugares a lo largo de los siglos.
Cada tanto regresa como un signo de desesperanza.
A veces, se expresa en pensadores y escuelas.
Otras, asume la compleja realidad de la dispersión y se prodiga en actitudes múltiples, inabarcables, diversas.
Ocasionalmente aparece otro nuevo Carnéades, capaz de resumir, en los signos contradictorios de un discurso, los aspectos antagónicos de una realidad que no consigue sintetizar.
Otras veces ni siquiera es necesario.
Los medios masivos de comunicación vertiginosos, la política sin objetivos, el pensamiento débil, las doctrinas positivistas y formalizantes del derecho, las religiones sin Dios construyen desde su promiscuidad los variados discursos que se contraponen hasta anularse y que dispersan el pensamiento hasta sumirlo en la adiaforía y la ataraxia.
En un mundo así, solo cabe la duda para quedarse en ella.
Pero esto solo puede decirse desde el fondo de una inmensa tristeza.
Porque desde el sí y el no de sus argumentos contrapuestos, en el cuidadoso equilibrio de sus negaciones simétricas y recíprocas, el escepticismo es un no.
Un no a la esperanza, un no a la búsqueda del saber, un no a la lucha por el derecho. Un no en definitiva al hombre, dado por el hombre mismo, en ese punto fatal en el que reniega de la verdad, del bien y de la belleza.
Cuando Carnéades polemizaba con los estoicos acerca de la existencia de Dios, invocaba las imágenes del sueño, los fantasmas de la embriaguez, las alucinaciones de la locura. Y se quejaba de los crípticos presagios de la divinidad que nos confunden con advertencias indescifrables y extravían a los débiles hombres.
Usando sus mismas simetrías argumentales, pero en un sentido diverso (no para anular los argumentos sino para integrarlos recíprocamente), cabría decir que nuestra sociedad actual reproduce esa imagen catastrófica.
Y que solo un inmenso y rotundo sí al hombre (a la vida, a Dios, al encuentro con el otro) puede vencer, sin caer en dogmatismos ni fanatismos, la grave tragedia de un escepticismo que se cierne ensombreciendo los inicios de este nuevo milenio.
Notas
1. Víctor Brochard, Los escépticos griegos, trad. De Vicente Quinteros, Buenos Aires, Losada, 1965, pág. 91.
2. Diógenes Laercio, Vida de los filósofos más ilustres, trad. De José Ortiz Sanz, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1951, libro noveno, pág. 67.
3. Salvatore Quasimodo, Obra completa, trad. De Franco Mogni, Buenos Aires, Sur, 1959, pág. 313.
4. Hipotiposis pirrónicas, cit. Por Ángel González Álvarez, Historia de la filosofía, Madrid. EPESA, 1964.
5. Sobre Cratilo y la imposibilidad de nombrar las cosas, véanse las breves pero agudas observaciones de José Ferrater Mora en su Diccionario filosófico, Buenos Aires, 1971, pág. 365.
6. Víctor Brochard, op. cit., págs. 188 y ss.
7. Diógenes Laercio, op. cit., libro cuarto.
8. Giorgio Del Vecchio, Lezioni di Filosofía del diritto, Milán, A. Giuffre, 13ª edición revisada, 1965, pág. 210.
9. Diógenes Laercio, op. cit., libro noveno, pág. 79.
10. Helmut Coing, Fundamentos de filosofía del derecho, trad. De Juan M. Maurí, Barcelona, Ariel, 1961, pág. 110.