martes, 16 de octubre de 2018


Reflexiones sobre el género y el ser personal
H.N

Justicia y persona: la persona como igualdad,
como pertenencia y como diálogo

I

Tanto en el descubrimiento teórico de sus implicaciones como en su realización práctica, la justicia es una tarea que el hombre no ha podido agotar nunca.

La finitud de las posibilidades humanas, el carácter incompleto de su verdad y ese desnivel permanente entre las esperanzas y realizaciones que nubla toda la existencia del hombre, han gravitado decisivamente en ello.

Cada época ha dirigido a la justicia ciertas preguntas, en su nombre ha pedido, por ella ha desplegado respuestas, acentuando sensibilidades.

Pero ha olvidado o descuidado otras.

Por eso la justicia no ofrece en la historia sino una imagen unilateral.

Las diversas legislaciones, doctrinas, jurisprudencia y aún los reclamos populares que han tratado de expresarla, son incompletos.

Es posible siempre y en todas dimensiones progresar, profundizar, extender, aclarar. Y con cada nueva propuesta surgen experiencias y problemas nuevos.

La historia de la justicia humana es así una historia de parcialidades, en la que los aciertos han transitado muchas veces junto a omisiones y descuidos importantes.

Esta circunstancia no puede llevar, (en términos de relativismo o de historicismo) a negar el carácter absoluto de la justicia, su condición de valor al que todo ser humano está llamado a someterse (carácter sin el cual, por lo demás, no podría hablarse siquiera de justicia). Lo que sí debe llevar a negar es la absolutización de la justicia en algún tiempo histórico.

Para el ser humano que vive inmerso en la historia sólo caben momentos de absoluto, que lo sitúan a la luz de una verdad trascendente. Esos momentos resultan preciosos, porque le permiten juzgar, a la luz del ser, la relatividad de sus puntos de vista y lo instan a no reposar excesivamente en sus conocimientos e intelecciones y advertir las limitaciones de su propia problemática.

Desde esas perspectivas unilaterales de justicia, se pueden perfilar tiempos históricos, culturas en las que determinados aspectos fueron especialmente destacados. Su verdad relativa y parcial sirvió como fundamento (o por o menos como punto de partida) para nuevas concepciones, acaso presentes con un mayor grado de verdad.

Entre todas hay una que pos su presencia y por su crisis actual merece una particular atención: me refiero a la concepción individualista de la justicia.

En ella se advierte una variante decisiva en la intelección de lo justo respecto de los tiempos que le precedieron y una renovada forma de plantear tensión entre lo absoluto y lo relativo, esa bivalencia de esos dos extremos entre los que transita el conocimiento humano.

Proclamada solemnemente en declaraciones y en textos constitucionales y legales de la modernidad, la justicia individualista se radicó centralmente en la idea de la persona como igualdad. Las connotaciones, los fuertes contrastes de esta idea (y de sus aplicaciones teóricas y prácticas) constituyen el marco central en el que se ha desarrollado el derecho de la modernidad y presentan los caminos que se abren desde él para los tiempos que vienen.

II

La cultura de la modernidad surgió de la fascinación por una verdad que las culturas anteriores no habían visto o que se había opacado ante sistemas especialmente totalizantes: la del individuo. Fue la cultura de lo individual.

Mucho se ha escrito sobre el significado del individualismo y sobre si el concepto del individuo no fue en él más que una abstracción alejada de la persona concreta.

Pero más allá de que el individuo de ese momento cultural fuera entendido como un yo abstracto (inmerso en una racionalidad objetiva que lo despojaba de consistencia existencial) lo cierto es que sobre su base construyó una de las derivaciones más impresionantes de la justicia en la historia.

Todo el discurso del derecho aparece modalizado por la idea de igualdad: ese incesante y extraordinario intento de decir que todo ser humano es persona por el sólo hecho de serlo.

La identificación entre persona e igualdad constituyó el dinamismo fundamental de la teoría y de la práctica del derecho en la modernidad, expresión el sentido profundo de que sólo sobre la base ontológica del individuo se podía construir un verdadero derecho.

III

Como este es uno de los puntos centrales de la tesis que quiero defender, voy a detenerme brevemente en su exposición.

La expresión persona, ligada desde antiguo y por esenciales razones al derecho, había tenido en occidente, en todo el tiempo anterior al de la modernidad, el significado de pertenencia.

Se era persona por el hecho de pertenecer a cierta categoría más alta y más comprensiva.

El testimonio del derecho romano es especialmente significativo en este punto. El sentido y alcance de la personalidad lo da la pertenencia a una cierta categoría (ciudadano, padre de familia, ingenuo, libertino).

El derecho medieval conservó (acentuando aún) ese rasgo de pertenencia. “La parte se ordena al todo como lo perfecto a lo imperfecto y el hombre individual es parte de la comunidad perfecta” (S. Teol. I,II, q. 90 a.2).

En la frase de Santo Tomás de Aquino parece radicarse la clave de esa identificación.

No es que no se hubiese advertido, en aquella época, el carácter substante y a la vez incomunicable de la persona, su “naturaleza individual” en términos de la definición de Boecio. Pero a la hora de obtener consecuencias prácticas en el ámbito del derecho, esos rasgos esenciales no se valoraban o no se extraían de ellos sus obvias consecuencias.

La justificación que el mismo Santo Tomás da la pena de muerte es uno de los notables ejemplos de ello. Si “la salud de la comunidad” reclama “el sacrificio de lo individual”, el mismo puede ser “...laudable y saludablemente exigido...” (S. Teol. II-II, c.64 a 2).

Y así toda la construcción jurídica remitía (además de al político) a segmentos de totalidad (eclesial, familiar, artesanal) que configuraban el significado de personalidad y derivaban de él privilegios, excepciones y hasta leyes privadas circunscriptas en su aplicación a algunas categorías personales.

IV

Esa idea de “persona parte de un todo” es aquella contra la que la modernidad reacciona.

La persona se propone a partir de allí como individualidad. Y si en algunos casos sigue siendo, aún en esta nueva época, conceptualmente remitida a alguna forma de realidad exterior (hombre, ciudadano), sólo se lo hace para remarcar un estatuto ontológico especialmente autosubsistente.

Todo lo que era justo debía confluir en una visión individual, unitaria, inicial, sin oposiciones reales ni contrastes. El individuo y con él la autonomía de su libertad, se mostraba como una exigencia de carácter absoluto y de validez universal.

Esa individualidad establecía un discurso omnicomprensivo absolutamente inédito: nadie, por el hecho decisivo de ser humano, podía quedar radicalmente excluido de él.

La empresa histórica proyectada en esta nueva percepción de la justicia se tradujo en múltiples derivaciones. Una especialmente, que me parece en todo sentido decisiva: la contractualización de la vida social.

El contrato, como categoría histórica, asumió rasgos universales.

Significó el encuentro de personas iguales. No por razones casuales fue propuesto reiteradamente como fundamento de toda la sociedad política.

Pero ese espíritu renovador derivó en innumerables contradicciones.

Las estructuras económicas, la concentración de la riqueza, la discriminatoria utilización del capital en función del lucro, terminaron desmintiendo en los hechos lo que las teorías políticas y los textos constitucionales y legales anunciaban.

La igualdad se volvió insuficiente para expresar el núcleo de la justicia.

El discurso omnicomprensivo estaba fracturado por una realidad que se empeñaba en fijar para las personas categorías implícitas, extralegales, que retornaban a la persona al esquema de la pertenencia (patrones, proletarios, desocupados), arrastrando con él otra vez privilegios y situaciones de excepción.

V

Las respuestas que esta situación produjo en el seno mismo de la modernidad fueron variadas. Algunas trataron de conservar la identificación de persona e igualdad superando las disociaciones que comprometían su práctica.

Otras, de sentido contrario, asumieron el conflicto como un fracaso definitivo de la justicia como igualdad y postularon encuadramientos y categorizaciones personales que en muchos aspectos proponían un retorno al pensamiento medieval.

Estas respuestas, por su diverso contenido, no pueden ser identificadas uniformemente. Sin embargo, una cosa es cierta: que en todas ellas (aún en las que reivindicaban el sentido ético profundo de la igualdad personal), la idea de pertenencia revivió con inusitado vigor.

La posición de Carlos Marx en ese punto es especialmente significativa: “La emancipación humana sólo será plena...cuando el hombre real individual, en su vida empírica, en su trabajo individual, en sus relaciones individuales, se logre como ser genérico.” (O.C. IX, 263).

De ese modo la modernidad conoció, junto a la afirmación inicial y nunca definitivamente abandonada del individualismo, especialmente en la fase final de su ciclo, movimientos fuertemente colectivistas, que volvieron a buscar la idea de persona en el seno de la totalidad.

Hablaron así de partido, de clase social, de estado o de patria, como configuraciones básicas desde las cuales la persona se proyectaba.

La justicia volvía a afincarse en la pertenencia. La persona como valor se hacía inteligible a partir de alguna forma de todo que la englobaba. La concentración totalitaria del estado fue consecuencia directa de esta concepción.

En algún sentido (y aunque fuera cierta la observación de Mensching sobre la irrecuperabilidad de las fases primitivas de la conciencia) esos movimientos significaron alguna forma de regreso al pasado.

VI

El tiempo de la modernidad parece haber entrado definitivamente en crisis.

Desniveles muy profundos entre las promesas contenidas en la condición humana y las realidades del mundo cotidiano y el consecuente clamor de hombres y puebles que expresan una protesta que desde adentro de su argumentación el derecho debe recoger, indican el agotamiento de las perspectivas de justicia de la época.

Tanto la concepción de la persona como igualdad (propia de la idea individual) como las recurrentes concepciones de la persona como pertenencia de un todo (privadas éstas últimas aún ya del respaldo de su afirmación política), parecen haber agotado sus posibilidades de impulsar, por sí mismas, al derecho hacia desarrollos ulteriores: se encuentran exhaustas.

Esto significa la necesidad de replantear cuidadosamente la idea de persona, núcleo de toda concepción jurídica.

Una actitud así no puede negar aquello que de cierto y verdadero se haya revelado en las propuestas anteriores (el avance del pensamiento nunca es catastrófico: siempre de alguna manera asume los cambios ya transitados). Pero necesita imperiosamente reformular su punto de partida.

Y ese nuevo punto de partida, si no comprendo mal, debiera ser la idea de diálogo.

Esto quiere decir recuperar el significado de la presencia del otro en la existencia humana, superar su pérdida, rescatarlo de su olvido.

Si en algo coincidieron las teorías individualistas y totalizantes fue precisamente en que desfiguraron el encuentro interpersonal llevándolo o bien a la tensión del contrato (de la igualdad abstracta), o bien a su dilución en lo inasible de una totalidad también abstracta.

La persona como igualdad abrió sin duda el camino para una afirmación universal del derecho, pero descuidó aspectos decisivos de las relaciones interpersonales. Creó una distancia inmensa entre el deber ser del derecho y el ser de la vida real. La persona como pertenencia trató a su vez de salvar necesidades reales de la vida, pero al precio de desplazar al hombre del núcleo ontológico, diluyéndolo en un todo impersonal.

De una y otra derivaron aciertos y fracasos. De la necesidad de afirmar los primeros y de superar los últimos resulta, ya de cara a los tiempos del tercer milenio, la necesidad de repasar el sentido profundo de la persona, núcleo de todo derecho, derivación primordial de la justicia.

Y en ese sentido me parece que no puede sino afirmarse como un dinamismo concreto de los tiempos nuevos, en todos los ámbitos de la cultura y especialmente en el derecho, la idea de la persona como diálogo. Antigua idea de la filosofía clásica, expresamente recogida y desplegada por la teología trinitaria respecto de Dios, pero nunca suficientemente desarrollada en orden a lo humano.

Diálogo significa encuentro, acogida respetuosa del misterio del otro.

Indica que su presencia es constitutiva de mi propia existencia y que la relación yo-tú es esencialmente recíproca y reversible.

Y que en el concreto signo de la existencia, el otro es un rostro que se dirige a mí desde su misma desnudez, pidiendo ser reconocido.

En un mundo donde existen millones de rostros: de niños golpeados por la pobreza desde antes de nacer, de jóvenes desorientados por no poder encontrar su lugar en la sociedad, de campesinos que viven relegados, privados de la tierra, de obreros mal retribuidos, de desocupados, de hacinados urbanos, de indígenas y ancianos marginados, el llamado del otro asume un significado absoluto y trascendente, es el mismo llamado de la justicia.

¿Lo desoirá el derecho? ¿Permanecerá afuera de todo esto, aferrándose a las fórmulas exhaustas de una modernidad en crisis? ¿Renegará de la justicia que es su fundamento último para proponerse como un sistema autosuficiente y autosustentable, ajeno de última a las realidades más profundas de la existencia?

¿O, recogiendo la llamada exigente y absoluta de la justicia, buscará nuevas soluciones que afinen y completen las antiguas, salvando sus errores y desaciertos?

Porque: si acaso como nunca antes el hombre advierte ahora la imposibilidad de comprender y afirmar el misterio de su yo personal desde el poder y la soledad del individualismo; y la simétrica imposibilidad de reconocerse fundiéndose en una totalidad colectiva, todo pareciera indicar un tiempo nuevo en lo jurídico.

El derecho, como obra del hombre, no puede ser visto nunca como una realidad conclusa. Menos en tiempo de crisis, cuando antiguas soluciones fracasan y las transformaciones apenas se insinúan. Cada ser humano es único e irrepetible. Converge en él, de una manera novedosa, el significado último de la existencia.

Pero su vida en la historia es fuente permanente de limitaciones.

Sólo el amor puede traspasar todos los límites. Y eso está más allá del derecho.

Sin embargo, el encuentro interpersonal como exigencia fundamental de la justicia y la persona como diálogo, parecen ser el lugar jurídico más próximo a la argumentación definitiva.



El derecho como encuentro y el problema del género


I. Hombre y Persona

1. Las palabras “hombre” y “persona” reflejan, en un nivel de lenguaje, una tensión muy profunda en orden a la existencia.

La primera menciona un género. Abarca a todos los hombres posibles.
Para poder lograrlo necesita olvidar los rasgos particulares de cada hombre: su historia, sus afectos, sus dolores y esperanzas.

Esa extensión genérica puede incluir (dependerá de la extensión con que se la configure) la referencia al hecho de que todo hombre tiene historia, afectos, dolores y esperanzas. Pero no podrá penetrar en ellos. Rozará la existencia –que no es genérica- sin poder alcanzarla nunca de manera concreta.

Para quien se quede en la palabra “hombre” el ser personal de cada hombre le será radicalmente inaccesible.

2. Esto que ocurre con la referencia al hombre ocurre con todas las palabras genéricas. En ellas siempre existe una reducción.

La palabra genérica “silla” prescinde de los rasgos que configuran cada específica silla (sus dimensiones, color, valor de mercado, material conque está hecha).

Cuando el diccionario de la lengua define, se limita a identificar su función (asiento para sólo una persona) y algún otro mínimo rasgo.

Eso ocurre paradójicamente con casi todas las definiciones del diccionario ya que casi todas las palabras del lenguaje humano son genéricas.

La necesidad de aludir a una cantidad innumerable de objetos las fuerza, necesariamente, a sacrificar una importante cantidad de detalles específicos.

3. Esta situación no ofrece dificultades en la medida en que las palabras estén referidas a las cosas.

Las cosas son limitadas, abarcables, precisas y salvo la eventual necesidad de mejorar su definición, quedan claramente comprendidas por un lenguaje configurado genéricamente.

En este sentido puede decirse que las cosas del mundo son inteligibles por su género.

4. El problema es que el hombre no es como las sillas o como las otras cosas del mundo.

La esencia de cada hombre es su propia existencia.

Y siendo así, toda omisión de un rasgo suyo mutila su configuración esencial.

Esta situación puede, de alguna manera, ser salvada con la palabra “persona”, cuando se trata de expresar con ella la singular experiencia de que cada hombre es único e irrepetible.

Decir que cada ser humano es una persona significa afirmar, en primer lugar, que todo intento por inteligirlo desde el género está desde un inicio destinado al fracaso.

5. Esto no está sin embargo exento de problemas.

La palabra “persona” es, ella también, una expresión genérica (comprende un número indefinido de seres personales).

Sin embargo propone en su significado (implícita e inescindiblemente) su propia abolición como mención de un género.

Si la persona es cada uno, cada quien, si la clave del ser personal está en su radical unicidad, la persona concreta sólo resulta comprensible cuando la expresión genérica que la menciona da paso al nombre propio, única palabra que puede concernir a cada hombre para mencionarlo.

Es decir: que en términos de significación, la palabra persona alcanza su plenitud en el momento mismo en que se extingue como palabra y deja su lugar al nombre de cada ser personal.


II. El valor de la conciencia de género

6. Si el ser de cada hombre es su propia existencia y ella apenas puede ser mencionada por remisión a un nombre personal: ¿Por qué se llega a la idea genérica de hombre?

¿Es el ocioso ejercicio de la facultad de abstraer, aburridamente aplicado respecto de quien sólo puede entenderse concretamente en sus rasgos y dimensiones concretas?

¿Qué sentido tiene olvidar rasgos de una persona, única e irrepetible, para referirse a ella como género?

El problema es sumamente complejo.

Las ciencias sobre el hombre, por ejemplo, sólo han podido conformarse, como todas las ciencias, desde lo genérico. Han debido recurrir a la abstracción de los rasgos personales para definir, en categorías científicas, una realidad que, de otro modo, se les presentaría como inaprehensible.

Una biología, una sociología, una estadística, únicamente pueden construir su discurso partiendo de perspectivas generales de lo humano.

Describen cómo nacen o crecen los hombres, cómo se comportan y cúantos son. Pero no consiguen expresar nada concreto sobre ésta o aquella persona.

Su condición de existencia está radicada en no salirse de lo general.

Sin embargo es allí, en esa afirmación decisiva para su constitución, en donde radican sus mayores problemas y el núcleo de los dos principales cuestionamientos que pueden hacérseles.

Porque el riesgo de que se manipule a los seres personales con ellas o se brinde una visión cientista de la realidad no son, en definitiva, sino derivaciones internas del marco mismo de su condición teórica: la reducción de la realidad personal al género.

7. Con el derecho ocurre algo similar.

El derecho es un proyecto nivel de humanidad, es decir de género. Los derechos se proclaman en normas abstractas, que abarcan una cantidad indefinida de casos. La expresión persona se utiliza pero sólo como igualdad, omnicomprensiva de todos los hombres. El nombre no es pronunciado como palabra originaria sino reconocido y resguardado como atributo de la personalidad general.

Las estructuras jurídicas, que se perfilan en principios y fórmulas generales, no reflejan nunca sino parcialmente, al hombre concreto. Existe un vaciamiento de su densidad existencial en toda definición jurídica.

Sin embargo esas limitaciones no inhiben que pueda reconocerse su amplio valor.

La cultura del derecho –que es la del respeto recíproco- ha allegado paz y seguridad. El dar a cada uno lo suyo significa un esfuerzo por la abolición del trato cosificante. Su objetivo último es crear las condiciones comunes sobre las que el diálogo interpersonal pueda desarrollarse.

Aquí también es cierto que los riesgos del derecho radican en las exigencias de su propia constitución como tal...

Las posibilidades de que se manipule con él o que se llegue a una visión legalista de la realidad son derivados directos de su conformación genérica.

8. Se da de este modo una situación marcadamente simétrica a la que presenta la ciencia. La afirmación a partir del género es a la vez constitutiva y problemática.

No se podría pensar en un derecho que no fuese humano –en el sentido de género-. A la vez, su radicación allí abre el riesgo permanente del sacrificio de la única realidad verdaderamente humana, que es la personal de cada hombre.

La ciencia y el orden jurídico se asientan en el núcleo de la tensión hombre-persona. Sus conformaciones están dadas en la afirmación de rasgos generales, que son precisamente la oclusión de la persona.

9. Si no se desconocen el valor de la ciencia ni el valor del derecho (hay ciertamente en la historia de la cultura posiciones teóricas y actitudes prácticas extremas que los han recusado de limine) la existencia de ambos configura la posibilidad del hombre como género y a la vez, la extraordinaria tensión que ella plantea.

Ni la ciencia ni el derecho pueden comprender al hombre concreto. Y sus aplicaciones prácticas serán siempre un derivar de lo general hacia lo particular, una inferencia deductiva respecto de un ser al que no puede llegarse, precisamente, por vía de deducción.

Y sin embargo derecho y ciencia han contribuido y de manera no desdeñable a que se desplieguen los rasgos de su unicidad personal.


III. El derecho como encuentro y el problema del género

10. La tensión hombre-persona fue recogida recurrentemente en la teoría jurídica.
Es cierto que hubo épocas de acentuado legalismo (la del racionalismo iluminista, por ejemplo), que asignaron tal prioridad a la idea de género que soslayaron por esa vía tratamiento del conflicto

Pero fueron en todo caso situaciones pasajeras.

Los requerimientos personales difícilmente pueden desoírse en forma total cuando se trata de un orden destinado a configurar condiciones de armonía en el encuentro.

Por eso lo frecuente ha sido lo contrario: no soslayar el conflicto sino incorporarlo a la temática jurídica, tratando de hallar caminos que permitieran su atenuación.

La dirección de ese esfuerzo estuvo orientada, por lo común hacia la actividad judicial.

Por eso desde épocas muy antiguas se ha reconocido en el juez una especial posición.

El juez no es el mero ejecutor de los mandatos jurídicos, sino, además, el verdadero curador y protector del derecho.

Es quien trata, precisamente, de lograr que esa delicada convergencia de lo general en lo personal no termine, en el momento de su aplicación destruyendo el valor de la justicia jurídica.

Es lo que se conoce con el nombre de equidad (o con el de su antecedente moral inmediato, epiqueya): el juez está dispensado del cumplimiento literal de la ley no para violarla sino, contrariamente, para ser fiel al sentido último de su referencia a seres personales.

Por eso una sostenida actitud en la filosofía del derecho ha asociado con tanta frecuencia la equidad con su labor: y ha visto en ella el espíritu vivificador de las mismas leyes, la fuente original que permite atenuar el rigor del esquematismo del género.

Toda una cuidadosa doctrina ha puesto, desde antiguo, el acento en este punto, destacando que la aplicación judicial de la ley debe tener en cuenta especialmente los momentos concretos a los que se refiere. Y que las menciones abstractas de su letra deben amoldarse a las circunstancias particulares del caso.

Sin embargo y sin descuidar su inmenso valor, esta doctrina (que ha desplegado acaso como ninguna otra en la historia de la cultura el planteo de la tensión hombre-persona) no hace sino poder de resalto una contradicción que se presenta como insoluble.

No sólo porque al juez le toca intervenir únicamente en situaciones de conflicto (que no agotan todas las posibles instancias de aplicación de la ley), sino porque, además, la equidad no recusa el valor de la norma abstracta.

Es decir, que si bien por un lado la equidad alivia el peso de la su aplicación escrita, por otro la ley la condiciona y circunscribe, de modo tal que con ella no cesa la aplicación del género, ni se sustituye la justicia reglada por una justicia personal.

La interna necesidad del derecho de expresarse en fórmulas no resulta modificada por la equidad. El conflicto género-persona sólo se atenúa.

11. Posiblemente el término de la tensión se encuentre, como en la palabra persona, otra vez en la remisión al nombre.

Pero ello supera a la equidad y supera al derecho mismo.

Es decir: es posible que el derecho alcance su plenitud en su agotamiento como derecho, cuando separándose del género en el cual se constituye, queda abarcado por la dimensión del encuentro interpersonal.

De ser así y no para renegar de su valor actual sino, precisamente, para prodigarlo de un modo más alto y trascendente, el derecho llega a su consumación en el diálogo, en el misterio del amor (que nunca es genérico, que atiende siempre a lo personal y concreto).
Pero ese momento es el de su desaparición como derecho, el de su paso a un orden más alto y trascendente (Romanos, 13,10)


Los rostros de la persona

Puedo iniciar este trabajo con una breve confidencia. Su valor acaso exceda la historia que refleja.

Cuando hace muchos años estudiaba derecho, una de las enseñanzas que más me impresionó fue la relativa al origen de la palabra persona.

Todos los profesores y los libros (especialmente los de derecho civil) la recordaban.

Esa etimología era doble y remitía a dos orígenes distintos: uno griego y otro romano.

Pero los dos convergían en un mismo significado: en las dos personas quería decir máscara.

La máscara que usaban los actores de teatro y que, a la vez de elevar su voz, ocultaba su verdadero rostro, reemplazándolo por el del personaje que representaba.

Ese significado de enmascaramiento del rostro, referido a la persona en términos de derecho, no dejaba de tener un destacado valor positivo: servía para evitar distingos y preferencias.

Para el derecho, como sabiamente disponía el art. 51 del Código Civil, cada uno era persona sólo por sus signos característicos de humanidad, más allá de sus cualidades o accidentes.

Bastaba ser hombre. Cada uno era persona por el sólo hecho de serlo.

Se insinuaba de este modo la tesis que, mucho tiempo después, expusiera magistralmente Radbruch en un momento culminante de su filosofía del derecho: para el derecho, persona es igualdad.

(También la imagen de la justicia, con los ojos vendados, llevaba a una idea semejante: sólo que el cubrimiento no estaba ahora en la cara de cada uno sino en esa misteriosa presencia que medía o castigaba sin reparar en quién era el alcanzado por sus inexorables designios. De este modo, convergentemente, también los distingos eran obviados).

Con los años y ese ampliado horizonte de experiencias que da la vida, me fui dando cuenta sin embargo que, más allá de su parte de verdad, la idea de la persona como máscara (y como igualdad) ofrecía dificultades muy grandes.

Y que por una vía un tanto inesperada reproducía, desde una particular perspectiva, esa postulada distancia entre el ser de la realidad y el deber ser del derecho, que tanto ha influido en la modernidad y que tan negativamente ha gravitado en la comprensión jurídica del hombre.

Quiero decir: que el precio de esa igualdad personal que unificaba los significados personales para evitar la arbitrariedad era muy alto y conducía, simultáneamente, a una problemática deshumanización del derecho como proyecto de existencia.

Que, en rigor, no se podían enmascarar los rostros ni velar los ojos: y que asumir a todos como iguales cuando cada facticidad es diferente y cuando la realidad se esmera en advertir la unicidad del ser personal, representaba en definitiva un reduccionismo, una desfiguración del todo a partir de una ontología simplificada.

Así, poco a poco, me di cuenta que había muchos rostros que reclamaban, desde su particular configuración, su condición diferente.

Y que la exigencia más profunda del ser personal era precisamente esa: salirse de los pliegues de una unificación que velaba su realidad, desenmascararse, desde sus singularidades más hondas.


La persona y sus rostros


El rostro de los niños

Aparecen de pronto en cualquier esquina, tratando de limpiar el parabrisas del auto o simulando querer hacerlo.

Son mayores que su edad. Precoces, desafiantes, inquietos.

(Se apuran en apoyar el trapo rejilla desbordando jabón y agua sucia, para evitar que uno pueda rehusarse a un trabajo ya iniciado. A veces piden únicamente una moneda).

Y no sólo así.

Están también los de los basurales, buscando entre los desperdicios alguna extraviada riqueza.

O aquellos que los domingos por la mañana recorren las calles arrastrando pesados carros y el más pesado aún agobio de sus días.

O los de las estaciones del tren, a la salida de cada boletería, esperando quedarse con algún vuelto.

Es posible que sean ellos mismos, o que alguien los explote. Es posible que de tanto mendigar hayan hecho desaparecer hasta esa rara inquietud que provoca todo pedido de ayuda.

Están también los que cometen delitos o los que son sus víctimas.

Son unos y otros, permanentemente, gira ese extraño horizonte de la muerte confusa.

Vienen de dolor en dolor, castigados desde antes de nacer.

Guardan, es cierto, algo de la niñez todavía. Pero ese fondo inefable solo puede ser descubierto a partir de un amor, que nunca llega.

El rostro de los ancianos

Como las que fueron sus casas ya no pueden albergarlos (porque las habitaciones no alcanzan, no pueden estar solos, requieren una ayuda imposible para los parientes que trabajan: y además, todavía, porque el vértigo de la vida cotidiana se parece al abandono) sus rostros se pueden ver en los asilos y casas llamadas eufemísticamente hogares geriátricos.

Marginados de la sociedad del progreso (que prescinde de las personas que no producen y que consumen poco) el tiempo les ha sido expropiado: solo transcurre lentamente.

En otras épocas su condición los hacía portadores de la sabiduría: un anciano era alguien sinónimo de sabio. Ahora el progreso de la técnica los ha relegado a la condición de los que saben poco y ya no pueden aprender.

Es difícil soportar la mirada de sus rostros. Si uno a pesar de todo lo hace, advierte en ellos una mezcla de perdón y desconcierto.

El rostro de los pobres

Están en todas partes. Aparecen en los lugares más inesperados.

Son de una omnipresencia lacerante.

Se los reconoce fácilmente, porque llevan sobre sí todos los rasgos de la pena.

Los hay desocupados. Los hay villeros, hacinados urbanos. Los hay pobres campesinos.

No es la suya una pobreza coactivamente impuesta. Una pobreza sin opciones, construida de carencias, edificada de necesidades y dolores, que se irradia hacia sus mujeres y sus hijos.

Acaso porque no resulta posible olvidar su significado de inocencia, estos rostros necesitan, antes que ningún otro, salirse de cualquier enmascaramiento, liberarse de su condena.

El rostro de las personas con discapacidad

Les cuesta un esfuerzo enorme hacer lo que otros hacen fácilmente.
Los sencillos inodoros, las inocentes puertas, los humildes escalones: todo conspira, todo se vuelve una desmesurada valla.

La arquitectura misma en sus sesgos habituales parece conspirar en contra de ellos, convertirse en hacedora de infinitos obstáculos.

Y entonces de poco parece servir el haber estudiado y trabajado, venciendo contratiempos, superando adversidades.

Es como si el mundo se empeñara en marginarlos, insensible al sacrificio.

Muestran en sus rostros el valor de su lucha.

Su presencia clama especialmente desde un ser personal, único e irrepetible, que pide no ser cubierto ni velado.

El rostro de los indocumentados

Se los ve sobre todo en las obras en construcción.

Vienen de Paraguay, de Bolivia, de Chile.

Sus dos apellidos aparecen especialmente destacados cuando caen desde algún andamio mal sostenido, o algún derrumbe los aplasta adentro de algún pozo. Ese día en el que mueren adquieren, por primera vez, una existencia efímera, periodística.

Los hay también de otros orígenes, bastante más lejanos. Asiáticos por ejemplo.

A esos casi es imposible verlos. Se guarecen en pequeñas habitaciones detrás de alguna tienda o en un zaguán oscuro. Allí sobreviven y trabajan todas las horas del día y de la noche. Un plato de arroz oscuro alcanza para sostenerlos.

Como no tienen documentos, se saben infractores a una ley a la que solo temen y bajo cuyos pliegues parece esconderse únicamente la cotidiana amenaza de un nuevo y perpetuo exilio.

A veces ni siquiera hablan castellano. Entonces la protesta (que un indocumentado nunca puede hacer) se muere en sonidos extraños, guturales, incomprensibles.
Sus rostros no son los habituales. Tienen un distinto color, rasgos extraños. Son otros rostros.

El rostro de los que se drogan

Como perdieron casi todas las esperanzas y el único camino que parece posible es el de la fuga, huyen.

Muchos de ellos son muy jóvenes.
En algún rincón de su conciencia, antes de extenuarse, saben que la libertad que se suicida deja de ser libre.

Que hay un mundo que se borra debajo de otro que no llega a crecer nunca.

Que la dimensión del sueño sin alegría es equivalente a la de la muerte.

Pero es un pensamiento débil, circunstancial, impreciso.

Porque el llamado de la desesperanza (de la perplejidad y el desconcierto) ahoga como un lazo múltiple.

Son rostros especialmente acongojados, inclinados sobre sí, hechos tristeza.
Y no es fácil volver.

Los otros rostros

Esta breve recopilación es apenas una muestra.

Hay muchos rostros más. Mujeres golpeadas; jóvenes desorientados por no poder encontrar un lugar en la sociedad; marginados, subempleados y desempleados; despedidos por exigencias de modelos económicos impuestos, urdidos más allá de las propias fronteras; indígenas que son extranjeros en sus propias tierras.

Rostros y más rostros que claman por un reconocimiento de sus derechos que no se vele en las inabarcables dimensiones de la máscara o de una justicia con los ojos vendados.

Quieren para sí la luz del trato justo, no cosificante, el reconocimiento de su unicidad y de su dignidad como seres únicos e irrepetibles.

Quieren un derecho no solamente proclamado sino especialmente actuado: un derecho que supere las barreras conceptuales de la fórmula, que se exprese como orden de respeto, concreto y eficaz.

Son tantos rostros que sería imposible en estas líneas recuperarlos todos.

Pero como ésta es la idea central de este trabajo (y como creo poder anticipar con ella una de las tensiones más intensas a las que se verán sometidas la teoría y la práctica del derecho en los albores del nuevo milenio: la tensión entre la persona genéricamente definida como igualdad y cada concreto y desigual rostro), quiero dedicar este breve repaso y la inmensa magnitud del pedido que en él se contiene, a los estudiantes de esta Facultad.

Serán ustedes seguramente, quienes luchen, en el cotidiano abogar, para que las determinaciones conceptuales no acaben desfigurando el profundo sentido de respeto a la concreta dignidad de cada uno, que es el núcleo del derecho y la elevada razón de su existencia.


La Navidad y el ser personal

En la Navidad se hallan multitud de significados.

Los proponen al hombre la tristeza y la alegría; la esperanza y la pena; la vida y la muerte. Alivian su dolor, iluminan su esperanza.

Como misterio que es, la Navidad es un territorio abierto a sorprendentes hallazgos. Una vertiente inagotable, un agua que calma la sed y que no muere.

Por eso la han cantado los ángeles (Lc. 2,14), pensado los teólogos, escrito filósofos y poetas.

De toda esa inmensa variedad de significados quisiera, en vísperas de la última Navidad de este milenio, rescatar especialmente uno.

No por olvidar ninguno de los otros (no por dejar de pensar en la paz que anuncia, o en la fiesta a la que convoca; no por omitir, ni por un instante, la milagrosa conjunción de lo divino en lo humano de su historia) sino, por el contrario, por querer compendiarlos a todos en el sentido humanista de su propuesta, me gustaría escribir unas pocas palabras sobre el significado de la unicidad del ser personal que ella contiene.

Vivimos un mundo muy complejo en el cual la persona se presenta frecuentemente prisionera del género.

Las sociedades tecnológicamente desarrolladas han desplazado de un modo increíble el valor de cada uno, sustituyéndolo por categorías impersonales y abstractas.
Somos profesores, empleados, trabajadores, lectores, telespectadores, consumidores, usuarios, contribuyentes, justiciables...

Una lista interminable de encuadramientos y funciones que ciñen, enmarcan y nos definen.
No es que esto sea malo en sí mismo. Muchas veces, la pertenencia a cierta categoría nos beneficia y protege.

(Ser considerados dentro de un género nos suele interesar hasta tal punto, que tratamos de incluirnos en él para, por ejemplo, defendernos de la arbitrariedad o del poder. Reivindicamos frecuentemente esa participación como un valor positivo).

El problema se presenta sin embargo cuando esas categorías se ontologizan, se vuelven ellas mismas un núcleo, desplazando el valor personal de cada uno.

Es cierto que soy consumidor y usuario y profesor: pero además sobre todo soy persona.

Y la mera definición por el género, aunque me traiga cierta seguridad, aunque en algunos momentos me afirme y fortalezca, me agobia cuando hace perder de vista ante mí y ante los otros mi propia unicidad personal.

Ser persona es precisamente no ser un género. Significa ser único, irrepetible, no cambiable, no reemplazable, no fungible.

Si algo recordara alguna vez mi paso por la tierra, si algo diera testimonio de mí, no será ciertamente la pertenencia a un género sino precisamente mi condición de ser personal.

Aquí se presenta sin embargo una complicación.

Ser persona no es una calidad a la que pueda accederse por sí mismo.

La esperanza cartesiana de un ser personal autosuficiente y autoconformado se ha revelado vanamente presuntuosa, ha quedado desvanecida en los hechos y en el tiempo.

Mi unicidad no depende de mí sino del otro: y no del otro allegado a mí de cualquier manera, sino del otro aproximado a mí en un acto de amor.

(Nunca seré este padre que soy sin este hijo que me ama. Este hermano, este amigo que soy, sin este hermano o este amigo que me quieren). Cada dimensión de mi ser personal, aunque quisiese explicarla en categorías genéricas, se define en relaciones únicas e irrepetibles.

Ellas son el centro de mi existencia personal. Me rescatan del género, me sustraen de toda dimensión impersonal y abstracta: me llaman por mi nombre.

Y este es, me parece, entre los significados posibles, uno más de la Navidad.

Jesús nace y no por casualidad en el transcurso de un censo. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. (Lc 2, 3) También los padres de Jesús, José y María, que debieron viajar de Nazaret a Belén.

Un censo es un modo de contar personas, de cuantificarlas.

Es el ser personal reducido a la categoría de cantidad. Numerable, verificable, encuadrable genéricamente, para alguna finalidad impositiva o militar.
Pero de pronto ocurre el milagro. Se abre una estrella, que llena a quienes la ven de una inmensa alegría (Mt. 2,10).

Había nacido, por sobre el número y el género, alguien a quien se reconoce único e irrepetible. Los pastores, los magos, lo descubren y lo saben.

Y María que lo ama, guarda todas estas cosas y las medita en su corazón.

Se cumplen veinte siglos de la primera Navidad y dos milenios después, el conflicto entre género y persona sigue mostrándose con caracteres reiterados, cotidianos y dolorosos.

Mientras cada uno no sea reconocido verdaderamente en su ser personal, la fiesta de su celebración quedará inconclusa.

Son necesarios muchos actos de amor. Tantos que a veces hasta parece imposible llegar a la madurez de un tiempo auténticamente personal, en el que, como en el camino a Jericó, uno se vuelva prójimo del otro, con sólo verlo.

Pero la Navidad está ahí, delante de nosotros renovando año tras año su llamada para que esto suceda.

Y la esperanza no se desvanece.

(No en vano han escrito por ella filósofos y poetas, meditado teólogos, cantado los ángeles del cielo...)