Noche cargada de presagios
Cruzaba
la luna de agosto
el cielo de la noche, azul de Banfield.
El invierno
más aún que en los temblores
tan leves de su cuerpo
se adivinaba en las hojas
que giraban lejanas.
Y en una antigua estrella
de claros resplandores
que las gotas del agua
y el aire desgarraban
detrás de la ventana.
Noche cargada de presagios:
Desde el confín crecían
extrañísimas ondas.
Y los pájaros negros
se desesperaban
muriéndose de espanto,
volando en leves círculos.
Ella me dijo entonces
con una voz tan triste
que todavía me duele:
haz que la noche se quede
que no se vaya nunca.
Y en la penumbra
me sorprendió su llanto.
Yo hubiera querido hacer con cada lágrima
suya, un río nuevo
de oscurísimas sombras.
O llenar los cristales
que la luz empañaba
con nocturnas palabras
de modo que la noche
fuera siempre de ella.
Pero el viento sin piedad
disipaba tinieblas.
El jardín de la casa, los canteros desnudos
se desmesuraban.
Y un resplandor lejano
claramente se abría.
Me puse entonces a mirar en silencio
la quietud de su cuerpo
que la luna de Banfield desde el cielo guardaba.
Y al alba como un cántaro
vi crecer el torrente
del día entre los álamos.
Incendió los espejos. Llenó toda la casa.
Y su piel se poblaba con levísimos soles.
(Antiguo amor. Ed. Vinciguerra, 2006)
Cruzaba
la luna de agosto
el cielo de la noche, azul de Banfield.
El invierno
más aún que en los temblores
tan leves de su cuerpo
se adivinaba en las hojas
que giraban lejanas.
Y en una antigua estrella
de claros resplandores
que las gotas del agua
y el aire desgarraban
detrás de la ventana.
Noche cargada de presagios:
Desde el confín crecían
extrañísimas ondas.
Y los pájaros negros
se desesperaban
muriéndose de espanto,
volando en leves círculos.
Ella me dijo entonces
con una voz tan triste
que todavía me duele:
haz que la noche se quede
que no se vaya nunca.
Y en la penumbra
me sorprendió su llanto.
Yo hubiera querido hacer con cada lágrima
suya, un río nuevo
de oscurísimas sombras.
O llenar los cristales
que la luz empañaba
con nocturnas palabras
de modo que la noche
fuera siempre de ella.
Pero el viento sin piedad
disipaba tinieblas.
El jardín de la casa, los canteros desnudos
se desmesuraban.
Y un resplandor lejano
claramente se abría.
Me puse entonces a mirar en silencio
la quietud de su cuerpo
que la luna de Banfield desde el cielo guardaba.
Y al alba como un cántaro
vi crecer el torrente
del día entre los álamos.
Incendió los espejos. Llenó toda la casa.
Y su piel se poblaba con levísimos soles.
(Antiguo amor. Ed. Vinciguerra, 2006)