La
escritura de Dios
H. N.
1. Repaso
los estantes de esta exposición del libro cristiano*.
Cristo: sus
milagros, sus parábolas, su muerte, su resurrección.
Cantidad de
obras.
Miles de
libros acerca de Jesús.
2. Jesús,
sin embargo, no escribió libro alguno.
El
Evangelio según San Juan recupera solamente un episodio en el que Cristo anota
unas palabras en el suelo.
Aunque sin
precisar su contenido.
Otro
escrito de Jesús no se conoce.
3. Como se
trata del único suyo conocido, frente a la numerosa bibliografía en torno a su
persona, acaso sea oportuno recordarlo.
4. Ocurrió
en el Templo. (Jn. 8. 3 y ss.).
Los
escribas y los fariseos le aproximaron una mujer que había sido sorprendida en
adulterio.
Maestro, le
dijeron, Moisés en la ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú
¿qué dices?
5. Se
trataba de ponerlo a prueba.
Jesús
hablaba del prójimo, del perdón de los pecados, del nacer de nuevo en el amor y
la fe.
La
lapidación era, en cambio, un castigo terrible. Incompatible con su mensaje.
6. Se
inclinó sobre el suelo y con el dedo empezó a escribir.
Vale la
pena recoger esta doble circunstancia.
La
escritura la hizo en la tierra y con su propia mano.
La tierra
con la que se formó al hombre. La mano con la que había sido creado.
7. Los
acusadores insistían en la pregunta. ¿Qué hacemos con ella?
8. Jesús podía en ese momento haber propuesto una
interpretación de la ley que aliviara su ulterior aplicación.
O acaso ir más lejos: derogarla.
Sin embargo
optó por un camino distinto.
El de
llevar a la ley a su punto escatológico. Volverla inviable en el preciso
instante de tener que juzgar a alguien a partir de ella.
9. La frase con que lo hizo ha quedado
fuertemente registrada en la memoria colectiva:
“El que no
tenga pecado, que arroje la primera piedra”.
Esto es:
Aceptó la
vigencia de la ley. Pero subordinó su aplicación a un requisito decisivo.
La punición
sólo podía ser iniciada por quien no hubiese pecado nunca.
10. Dicho
esto, se inclinó otra vez sobre la tierra, volvió a escribir.
No se sabe
que era lo que escribía.
Una antigua
tradición, no bíblica, pero sí totalmente compatible con los textos, afirma que
Jesús escribía los pecados de los acusadores.
La escena tiene
que haber sido de una inmensa tensión.
Ver escrito
para cada uno de ellos, de la mano de Dios, todos los pecados, hasta los más
recónditos, era algo terrible: el anticipo de una visión final.
11. Lo
cierto es que a medida que Jesús escribía, de a poco se fueron retirando.
Empezaron
los viejos, acaso más conscientes de sus faltas.
Luego los
más jóvenes.
12. Jesús
quedó solo, con la mujer que permanecía allí.
Dejó de
escribir e incorporándose le preguntó:
Mujer:
¿dónde están tus acusadores?
Se habían
ido.
Ya nadie la
condenaba.
13. Yo
tampoco te condeno, le dijo Jesús.
Vete.
Pero no
peques más.
La
lapidación quedaba sustituida por un pedido, casi una súplica.
No se sabe
más de la mujer adultera. Es muy posible, sin embargo, que estas palabras hayan
sido más eficaces en su efecto que el de la amenaza constrictiva.
14. Desde
el estremecimiento al que conlleva todo este relato, y más allá de las variadas
miradas que sugiere, surge la pregunta por la aplicación de la ley.
La ley mantiene
su validez, pero ve inhibida su vigencia, al proponérsele un requerimiento que
se antepone a la posibilidad de juzgar en la que de ella se deriva.
(Un condicionante
así, que concuerda, aunque expresado de un modo que comprende una generalidad de
casos y que reclama un juicio benevolente, aparece otra vez en la admonición
que recoge Mt. 7.1: “no juzguen para no
ser juzgados”. Y la ulterior advertencia de que con la medida que uno mida,
será medido).
15. La incidencia
de todo esto (correspondencia con otros contenidos de la predicación,
reflexiones a las que inducen) recae especialmente sobre quienes ejercemos la
delicada misión que propone la función judicial.
La lectura
de la ley, su interpretación sistémica, la cuidadosa recuperación de los
hechos, la subsunción y el resultado final que es el de la sentencia, son los
momentos dificilísimos de nuestra tarea.
(A veces me he sentido yo también, leyendo de
reojo, lo que una mano insondable escribía de mi memoria en la tierra).
16. Dejo
para otra ocasión el referirme a cada uno de ellos.
Por ahora
quisiera, para concluir, evocar tan sólo esa antigua sabiduría con la que los
viejos filósofos resumían el sentido profundo que debe encausar el juicio
judicial.
Aconsejaban
hacerlo: cum humilitate et timore.
Con
humildad y temor.
El juez no
es el dueño de la ley ni de la causa. Mucho menos aun de los litigantes.
Es apenas
un restaurador del diálogo al que los litigios quiebran. Un guardián de la paz.
Al que le
cabe recordar siempre que quien juzga se juzga a sí mismo. (Rom. 2,1)
* Realizada en La Plata en octubre de 2011.