El derecho y el hombre
Reseña de la conferencia pronunciada por el Dr. Héctor Negri con motivo de su incorporación a la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, como Académico Correspondiente.
Señor presidente, señores académicos:
No sé qué podría decir en un momento así ante quienes
dirigen e integran la ilustre Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales
de Córdoba, que reúne en su vida y en su historia una amalgama de saberes y
sentimientos valiosos.
Desde aquel su memorable tiempo inicial, personalidades
prestigiosísimas realzan y continúan su luminosa trayectoria. Nombres ligados a
la fe en el derecho.
Quisiera en estas palabras, rendirles homenaje a los que ya
no están. Y mi agradecimiento a quienes me permiten hoy compartir este
encuentro.
Ha sido humilde mi tarea y muchas veces, cuando la repaso,
por sobre la alegría de lo hecho me duele lo que no he sabido dar o hacer.
Consuela solamente el haber dedicado una parte muy grande de
mi vida intelectual, espiritual y hasta afectiva al derecho. Sueño que alguna
vez alguien acaso pudiera mencionarme
con aquella frase que acuña Platón en La República referida a quien medita
teórica y prácticamente sobre la justicia: en toda tu vida te has preocupado por
esta única cuestión.
El tema propuesto para mi incorporación a la Academia no
podía en consecuencia alejarse de ese único argumento: el derecho y el hombre.
1. La aparición
del hombre ha sido y sigue siendo motivo de discusiones intensas.
Con ánimo de simplificar la abundante skepsis que ha
suscitado, podría decirse que confluyen contradictoriamente en ella dos
posiciones definidas:
La de quienes sostienen que el hombre ha llegado a la tierra luego de un larguísimo proceso de
evolución que ha demandado milenios, iniciado en el primer organismo unicelular
o mucho antes aun, en una primera y remota carga de energía. Y la de quienes
creemos al hombre como culminación de la obra creatural, producto del amor de
Dios.
No es el caso ingresar en esta inquietante y difícil
cuestión. La religión, la ciencia y el arte han perfilado sus contenidos.
Recuerdo, en un sentido similar, aquella controversial obra de teatro de
Lawrence y Lee “Heredarás el viento”, para evocar también su traslación al
ámbito del juicio jurídico.
Lo que sí entiendo indispensable señalar ahora es que una y
otra posición, aun en sus rasgos aparentemente más irreductibles, han
coincidido históricamente en dos afirmaciones de la más alta importancia:
a) La llegada
del hombre a la tierra, ya fuera por creación o por evolución, tuvo el
significado final de una conclusión. Ocurrió luego del advenimiento de las
cosas y los seres vivientes que pueblan el mundo de nuestra realidad cotidiana.
Llegó después de la tierra, de las luminarias del cielo, de los mares y los
ríos, de los campos y sus frutos. Después de los animales, de los pájaros
que sobrevuelan. Digo así por recordar
los cinco primeros días en las estremecedoras palabras del Génesis.
Como en el poema de Jaime Dávalos: (surge de la propia
etimología griega: los poetas todo lo recrean) antes del hombre estaba este
silencio.
b) La aparición
del hombre en la tierra no significó sólo una modificación cuantitativa de lo
que estaba, sino una modificación cualitativa.
No era uno más, como en una proyección que hubiese sido solo
numérica: era alguien distinto. Con el hombre hacía su inauguración lo que
Alejandro Korn llama la libertad creadora.
Hasta la llegada del hombre todo seguía el uniforme curso de
las leyes causales (físicas, químicas, biológicas).
La lluvia caía cuando las nubes del aire, por el viento y la
presión atmosférica, lograban abrirla. La tierra se mojaba. Y días después el
sol otra vez reverberaba evaporando el agua, llevándola a formar nuevas
nubes.
Era el permanente ciclo de la lluvia y el campo, del sol y
de las nubes.
Y los pájaros construían sus nidos en la primavera y los
castores cortaban árboles para desviar los ríos y cubrir las entradas de sus
cuevas, guareciendo a sus crías de los predadores.
Así todo, así siempre.
Era un mundo sin novedad, en el que regían las leyes de la
causa y el efecto: donde el efecto, que estaba ya contenido en la causa, era
apenas su ulterior actualización.
Llega el hombre y con él la libertad.
No es que las leyes causales se desvanecieran, pero junto a
ellas aparecen nuevas legalidades o, en todo caso, un accionar que
aprovechándolas, innova el presente y el futuro.
Se inicia, por decirlo en términos neokantianos, junto al
universo de lo natural, el universo de la cultura.
La palabra cultura deriva de cultivar. El cultivador es un
gran innovador de lo existente. Desde la tierra y el agua hace con su libertad
y su trabajo que nazcan frutos nuevos.
Y ese cultivar crece día a día. Desde las primitivas
transformaciones ligadas aun casi linealmente a lo natural suceden otras nuevas
que se apoyan en anteriores productos culturales.
Cuántas modificaciones, cuánta obra cultural, cuántos siglos
están contenidos hoy en la lámpara que alumbra este auditorio…Todo hacer es un
rehacer.
Un notable pensador holandés, Remy Kwant, dice que ya no
quedan cosa ni lugar en la tierra en la que la libertad del hombre no se haya
posado, modificándolas.
Y aunque pueda resultar excesiva la apreciación es cierto
que en todas las cosas, aun en sus remanentes naturales, se advierte la
presencia del hombre asignándoles una proyección y un sentido que antes no
tenían.
Recuerdo a Nalé Roxlo. Hasta la luna, la antigua luna, se ha
transformado por obra de los enamorados y poetas en una expresión de inefables
matices literarios.
En esos dos puntos evolución y creación convergen.
2. Una pregunta
que subyace en todo esto es si esa creciente y al parecer incontenible
modificación de la naturaleza ha sido para bien o para mal.
Me hago cargo de la dificultad de definir el significado de
estas palabras: bien y mal.
Por el momento (y no creo que esta simplificación altere su
esencial contenido) diría que desde una perspectiva humanista:
Bueno es todo aquello que ayuda a la realización del hombre:
la religión, el trabajo, las vacunas y remedios para las enfermedades, la
canción, la poesía, casas, calles, obras de arte…
Y malo lo que lastima o mata: las armas, la pobreza (no
aquella libremente optada sino la coactivamente impuesta), las guerras,
persecuciones, tiranías, la impiadosa destrucción del medio ambiente…
La pregunta pareciera requerir una respuesta casi contable:
dos columnas larguísimas que confrontaran, ponderando el resultado de cada
actividad humana, el debe y el haber.
Con un problema adicional que es el que los filósofos han
llamado ambigüedad de los valores.
Hay creaciones culturales que no pueden definir su ubicación
por sí mismas y que podrían, según el uso que se les dé, encasillarse en una u
otra de las columnas.
No todas, ciertamente. Algunas son intrínsecamente buenas.
Otras perversas.
Pero hay muchas en las que (aun por las circunstancias de
tiempo y lugar) cabe entender como buenas o como malas.
Un bisturí puede ser usado para operar a un enfermo y
salvarle la vida. Pero también para matar a alguien.
El automóvil sirve para acercarnos a lugares lejanos, para
acompañar amigos, para llevar a los niños a la escuela. Los accidentes de
tránsito, provocados precisamente por automóviles, constituyen sin embargo una
de las principales causas de muerte en nuestro país.
¿Dónde ubicarlos entonces?
Muchas realizaciones culturales se abren a esa perplejidad.
De todos modos y más allá de ello, mal y bien siguen
existiendo y multiplicándose por la actividad humana.
Y la pregunta sobre si el mal o el bien son el resultado de
la cultura, continúa abierta.
3. Llegados a
este punto, reunidos como estamos quienes hemos sentido en nuestras vidas el
llamado vocacional del derecho, en una indispensable inquisición, corresponde
preguntarnos en qué lugar de esa tabla que confronta al bien y al mal
colocaríamos al derecho.
La respuesta negativa ha sido ensayada más de una vez, desde
perspectivas diferentes.
Evoco dos especialmente. La formulada desde el marxismo y la
que propuso el modelo kelseniano.
Desde la fundada en Marx, el derecho es una superestructura
ideológica enmascarando una estructura material.
Un imperativo de las relaciones de producción por las que
una clase social somete a otra.
Su función, desde una mirada universal ya liberada del extremo
de sumisión al que se corresponde, es sólo una forma de opresión al que una
revolución social, reivindicando una renovada y genuina visión del hombre,
pondría fin alguna vez.
La idea marxista del derecho ha tenido difusión entre
nosotros en ciertos círculos intelectuales.
Pero me preocupa especialmente la de Kelsen, cuya amplia
vigencia en nuestras aulas ha sido especialmente inquietante.
Allí también la descripción es negativa, carente además de
la expectativa de un final feliz.
Ya en sus primeras obras Kelsen lo proponía como un sistema
de motivaciones de conducta fundado en la amenaza de castigos sociales
inmanentes.
El derecho era un orden coactivo. Se construía con normas
primarias inexorablemente portadoras del deber ser de una sanción: la privación
total o parcial de la vida, la libertad, la propiedad, la salud o el honor.
En sus trabajos posteriores esa afirmación del instrumento
sancionador se fue aun consolidando.
No existía para el derecho un contenido anterior al de su
mera definición autoritaria. No era discernible una mala in se de una mala
prohibita.
Las normas se articulaban jerárquicamente, con una norma
fundamental que presidía el sistema y que era el criterio de eficacia.
Si el sistema coactivo era obedecido (cualquiera fuese la
causa de la obediencia), era por eso mismo válido.
Validez y vigencia quedaban de ese modo enlazadas. El
derecho era el orden del poder.
Va de suyo que una descripción así, extrapolada de todo
ligamen moral, era una invitación permanente al desencanto.
La sociedad se mostraba otra vez, por él y desde él,
dividida entre quienes mandaban y quienes se encontraban sometidos.
Sólo el castigo aparecía como núcleo social esencial, en el
que no cabía, despreciada por vacua, la definición de justicia.
El derecho se exhibía, en estas dos versiones, como una
creación cultural negativa.
4. Siempre he
pensado, respetando obviamente la voz de sus cultores, que una y otra proponen
una visión que más que recobrar pareciera ocluir su significado profundo.
Si la palabra reflexión que define nuestra tarea intelectual
deriva de reflejar, me parecen espejos que alteran, desde una perspectiva
reduccionista, aquello sobre lo que quieren especular.
Y que es posible una recuperación distinta del derecho, que
trate de mostrar sus rasgos universales y permanentes y la finalidad sobre la
que se construye.
Propondría para ello la lectura de dos categorías
esencialmente humanas, que son aquellas sobre las que el derecho quiere
afirmarse.
Por un lado la apertura ética, la capacidad del hombre de
asumir concreta y activamente valores que dan sentido a su existencia, que le
permiten ser verdaderamente hombre.
Por otro, la intelección de que el contenido exigente de esa
apertura se realiza con la llamada y la respuesta del otro, en un mundo en que
en la libertad asciende primariamente la posibilidad del encuentro
interpersonal.
Se trata de dos magnitudes íntimamente vinculadas.
Que, si bien es cierto que se realizan en la experiencia
histórica, superan a la propia historia.
Son, por decirlo de alguna manera, dimensiones que van más
allá de lo temporal.
Destellos de eternidad que revelan al hombre no como un
momento efímero de contingencias causales, sino como depositario y guardián del
ser.
Comienzo por la primera.
El hombre obra éticamente cuando está en condiciones de
realizar su existencia, proyectándola de tal modo que señale el camino de su
propia humanidad.
Una realización así no puede escindirse de la libertad. Se
asienta en ella, más allá de los límites que la situación y la facticidad le
imponen.
Asume la tarea y el riesgo de tener un segmento casi
inabarcable de su destino en sus manos.
La dimensión ética no existe fuera de él, tanto en sus
sentidos culturales e históricos, como en los
tiempos existenciales que refieren su actividad personal y cotidiana.
Hay una esencia que precede a la existencia. Y una
existencia que reclama ordenarse a ella.
Podría decirse que la dimensión ética es la que revela
significados humanos. La que abre al hombre la posibilidad de ser
verdaderamente tal.
Pero esta apertura (y esto ya se corresponde con la segunda
cuestión), no es la solitaria conciencia individual. El hombre aislado, como en
el modelo que proponía la Ilustración, no ha existido nunca.
El hombre es un ser abierto al encuentro. Un ser que yacería
inconcluso sin el otro.
Ninguna dimensión humana es posible si no hay con quien
compartirla.
Toda nuestra existencia está ligada a los demás. Podemos
reconocernos a nosotros mismos sólo en presencia del otro.
La ética es una intelección y realización de valores.
Valores de humanidad que llevan al encuentro. Encuentro que
los descubre y realiza.
Estos dos aspectos son correlativos y es imposible
escindirlos.
Sobre la base de su ligamen se construye el derecho.
5. Con esta
doble intelección es posible una lectura del derecho que obvie los
reduccionismos, asentada en las dimensiones del diálogo y de la ética.
Diálogo y ética necesitan junto a un orden interno otro
externo. Este es el orden que, al menos parcialmente, ha tratado de proveer el
derecho.
A lo largo de los siglos (como resumía un antiguo dístico
latino: ubi homo ibi jus) el hombre ha ido construyendo, en esta inmensa y
universal obra de la cultura que es el derecho, pautas para que el encuentro
humano pueda realizarse.
En especial la paz, que es su morada y por eso mismo, el
ámbito del derecho y del diálogo.
Cuando hay paz el ser personal puede amar, trabajar,
estudiar, pensar, rezar a Dios, construir obras de arte…
Es decir, realizar todas aquellas magnitudes que hacen del
hombre, como dice el Evangelio, la sal de la tierra. Sal que, si se desvanece,
volvería a la tierra áspera y desapacible.
El derecho no es en sí mismo un diálogo (se expresa en
leyes, costumbres, fallos judiciales…) pero es el lugar y el tiempo en el que
el diálogo puede darse. Es la relación de recíproca prosperidad que refiere el
prof. Ariel Álvarez Gardiol en un reciente y luminoso libro sobre los filósofos
y sus musas inspiradoras.
El diálogo no es una instancia meramente causal, derivada de
determinismos naturales, sino una posibilidad de la libertad.
Es algo que a veces no se da: es frágil, puede
desvanecerse.
La existencia humana no es sencilla. Y la libertad desde la
que se construye, tiene la rara capacidad de negarse, suicidarse.
Pero el deber del ser personal es existir.
No se trata sólo de un instinto de conservación (presente en
todos los seres vivos) sino la necesidad de cada otro de encontrarse con uno y
que vuelve a cada uno en único e irrepetible, indispensable.
Acaso la comprensión de esa responsabilidad es la que ha
llevado al hombre a hacer el derecho.
En el lenguaje jurídico, la
exigencia ética, dialogal, se suele expresar con la palabra justicia.
Esa estrella polar que evocaba Radbruch, que ilumina como en una noche los itinerarios
humanos.
Por usar su formulación clásica: la perpetua y constante
voluntad de reconocer al otro como suyo. Es decir, como un ser dotado de
libertad en sus pensamientos y decisiones, distinto del animal y de la
cosa.
(Otra palabra que
conceptualmente ha expresado una idéntica correspondencia es la palabra
persona. Recuperada de la antigua idea teatral de máscara, se ha expresado con
ella el doble significado de ser el hombre realizador de los valores morales y
merecedor del reconocimiento al que ello conlleva).
Persona, no sólo en lo teológico sino también en lo humano,
significa encuentro.
La necesidad de un orden en el diálogo social se presenta de
ese modo simultáneamente con su dimensión ética.
6. Hace unos
años, en un libro que se llama El derecho y los derechos humanos, propuse como
definición del derecho la siguiente: Proyecto de armonía social fundado y
realizado en el respeto a la persona del hombre.
A pesar del tiempo, o a causa del mismo, quisiera
conservarla.
La idea de proyecto habla de una tarea inconclusa, de un
devenir que continúa sobre bases anteriores que lo sustentan. Nada de la obra
humana podría considerarse alguna vez como definitiva, ni tampoco ajena a ese
ligamen del pasado que se reabre cada mañana en esperanzas nuevas, con cada
nueva generación.
La palabra armonía, tomada de la música, indica un resultado
unitivo a partir de una multiplicidad de sonidos que se reúnen para no quedar
perdidos en un abismo de dispersión.
Y así en el derecho, inteligencia y voluntades se conjugan
en el diálogo interpersonal.
Fundado en el respeto a la persona humana, es la apelación
más alta que puede hacerse desde una ética humanista.
Hominum causa omne jus constitutum est. El derecho hecho por
el hombre, para todos los hombres (sin exclusiones ni distingos, en una
igualdad que asume y resume la libertad creadora), es así una afirmación ética
del diálogo en el que la humana existencia se construye.
Doy gracias a Dios el haber podido recordar aquella fórmula
y en esta presentación inaugural, someterla humildemente ante los juristas que
integran esta ilustre Academia de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba.