viernes, 24 de junio de 2016

El derecho y el hombre 

Reseña de la conferencia pronunciada por el Dr. Héctor Negri con motivo de su incorporación a la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, como Académico Correspondiente.

Señor presidente, señores académicos:

No sé qué podría decir en un momento así ante quienes dirigen e integran la ilustre Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, que reúne en su vida y en su historia una amalgama de saberes y sentimientos valiosos.

Desde aquel su memorable tiempo inicial, personalidades prestigiosísimas realzan y continúan su luminosa trayectoria. Nombres ligados a la fe en el derecho.

Quisiera en estas palabras, rendirles homenaje a los que ya no están. Y mi agradecimiento a quienes me permiten hoy compartir este encuentro.

Ha sido humilde mi tarea y muchas veces, cuando la repaso, por sobre la alegría de lo hecho me duele lo que no he sabido dar o hacer.

Consuela solamente el haber dedicado una parte muy grande de mi vida intelectual, espiritual y hasta afectiva al derecho. Sueño que alguna vez alguien  acaso pudiera mencionarme con aquella frase que acuña Platón en La República referida a quien medita teórica y prácticamente sobre la justicia: en toda tu vida te has preocupado por esta única cuestión. 

El tema propuesto para mi incorporación a la Academia no podía en consecuencia alejarse de ese único argumento: el derecho y el hombre.


1. La aparición del hombre ha sido y sigue siendo motivo de discusiones intensas.

Con ánimo de simplificar la abundante skepsis que ha suscitado, podría decirse que confluyen contradictoriamente en ella dos posiciones definidas:

La de quienes sostienen que el hombre ha llegado a  la tierra luego de un larguísimo proceso de evolución que ha demandado milenios, iniciado en el primer organismo unicelular o mucho antes aun, en una primera y remota carga de energía. Y la de quienes creemos al hombre como culminación de la obra creatural, producto del amor de Dios.

No es el caso ingresar en esta inquietante y difícil cuestión. La religión, la ciencia y el arte han perfilado sus contenidos. Recuerdo, en un sentido similar, aquella controversial obra de teatro de Lawrence y Lee “Heredarás el viento”, para evocar también su traslación al ámbito del juicio jurídico.

Lo que sí entiendo indispensable señalar ahora es que una y otra posición, aun en sus rasgos aparentemente más irreductibles, han coincidido históricamente en dos afirmaciones de la más alta importancia: 

a) La llegada del hombre a la tierra, ya fuera por creación o por evolución, tuvo el significado final de una conclusión. Ocurrió luego del advenimiento de las cosas y los seres vivientes que pueblan el mundo de nuestra realidad cotidiana. Llegó después de la tierra, de las luminarias del cielo, de los mares y los ríos, de los campos y sus frutos. Después de los animales, de los pájaros que  sobrevuelan. Digo así por recordar los cinco primeros días en las estremecedoras palabras del Génesis. 

Como en el poema de Jaime Dávalos: (surge de la propia etimología griega: los poetas todo lo recrean) antes del hombre estaba este silencio.

b) La aparición del hombre en la tierra no significó sólo una modificación cuantitativa de lo que estaba, sino una modificación cualitativa.

No era uno más, como en una proyección que hubiese sido solo numérica: era alguien distinto. Con el hombre hacía su inauguración lo que Alejandro Korn llama la libertad creadora.
            
Hasta la llegada del hombre todo seguía el uniforme curso de las leyes causales (físicas, químicas, biológicas).
La lluvia caía cuando las nubes del aire, por el viento y la presión atmosférica, lograban abrirla. La tierra se mojaba. Y días después el sol otra vez reverberaba evaporando el agua, llevándola a formar nuevas nubes. 
Era el permanente ciclo de la lluvia y el campo, del sol y de las nubes.
Y los pájaros construían sus nidos en la primavera y los castores cortaban árboles para desviar los ríos y cubrir las entradas de sus cuevas, guareciendo a sus crías de los predadores.

Así todo, así siempre. 

Era un mundo sin novedad, en el que regían las leyes de la causa y el efecto: donde el efecto, que estaba ya contenido en la causa, era apenas su ulterior actualización.
       
Llega el hombre y con él la libertad.

No es que las leyes causales se desvanecieran, pero junto a ellas aparecen nuevas legalidades o, en todo caso, un accionar que aprovechándolas, innova el presente y el futuro.

Se inicia, por decirlo en términos neokantianos, junto al universo de lo natural, el universo de la cultura.
   
La palabra cultura deriva de cultivar. El cultivador es un gran innovador de lo existente. Desde la tierra y el agua hace con su libertad y su trabajo que nazcan frutos nuevos.

Y ese cultivar crece día a día. Desde las primitivas transformaciones ligadas aun casi linealmente a lo natural suceden otras nuevas que se apoyan en anteriores productos culturales.

Cuántas modificaciones, cuánta obra cultural, cuántos siglos están contenidos hoy en la lámpara que alumbra este auditorio…Todo hacer es un rehacer.

Un notable pensador holandés, Remy Kwant, dice que ya no quedan cosa ni lugar en la tierra en la que la libertad del hombre no se haya posado, modificándolas.

Y aunque pueda resultar excesiva la apreciación es cierto que en todas las cosas, aun en sus remanentes naturales, se advierte la presencia del hombre asignándoles una proyección y un sentido que antes no tenían.

Recuerdo a Nalé Roxlo. Hasta la luna, la antigua luna, se ha transformado por obra de los enamorados y poetas en una expresión de inefables matices literarios.
          
En esos dos puntos evolución y creación convergen. 

2. Una pregunta que subyace en todo esto es si esa creciente y al parecer incontenible modificación de la naturaleza ha sido para bien o para mal.

Me hago cargo de la dificultad de definir el significado de estas palabras: bien y mal.
 
Por el momento (y no creo que esta simplificación altere su esencial contenido) diría que desde una perspectiva humanista:

Bueno es todo aquello que ayuda a la realización del hombre: la religión, el trabajo, las vacunas y remedios para las enfermedades, la canción, la poesía, casas, calles, obras de arte… 
 
Y malo lo que lastima o mata: las armas, la pobreza (no aquella libremente optada sino la coactivamente impuesta), las guerras, persecuciones, tiranías, la impiadosa destrucción del medio ambiente…
       
La pregunta pareciera requerir una respuesta casi contable: dos columnas larguísimas que confrontaran, ponderando el resultado de cada actividad humana, el debe y el haber.
   
Con un problema adicional que es el que los filósofos han llamado ambigüedad de los valores.

Hay creaciones culturales que no pueden definir su ubicación por sí mismas y que podrían, según el uso que se les dé, encasillarse en una u otra de las columnas. 
  
No todas, ciertamente. Algunas son intrínsecamente buenas. Otras perversas.

Pero hay muchas en las que (aun por las circunstancias de tiempo y lugar) cabe entender como buenas o como malas.

Un bisturí puede ser usado para operar a un enfermo y salvarle la vida. Pero también para matar a alguien.

El automóvil sirve para acercarnos a lugares lejanos, para acompañar amigos, para llevar a los niños a la escuela. Los accidentes de tránsito, provocados precisamente por automóviles, constituyen sin embargo una de las principales causas de muerte en nuestro país.

¿Dónde ubicarlos entonces?
    

Muchas realizaciones culturales se abren a esa perplejidad.

De todos modos y más allá de ello, mal y bien siguen existiendo y multiplicándose por la actividad humana.

Y la pregunta sobre si el mal o el bien son el resultado de la cultura,  continúa abierta.  
       

3. Llegados a este punto, reunidos como estamos quienes hemos sentido en nuestras vidas el llamado vocacional del derecho, en una indispensable inquisición, corresponde preguntarnos en qué lugar de esa tabla que confronta al bien y al mal colocaríamos al derecho.

La respuesta negativa ha sido ensayada más de una vez, desde perspectivas diferentes.

Evoco dos especialmente. La formulada desde el marxismo y la que propuso el modelo kelseniano.
           
Desde la fundada en Marx, el derecho es una superestructura ideológica enmascarando una estructura material. 

Un imperativo de las relaciones de producción por las que una clase social somete a otra. 

Su función, desde una mirada universal ya liberada del extremo de sumisión al que se corresponde, es sólo una forma de opresión al que una revolución social, reivindicando una renovada y genuina visión del hombre, pondría fin alguna vez.

La idea marxista del derecho ha tenido difusión entre nosotros en ciertos círculos intelectuales. 

Pero me preocupa especialmente la de Kelsen, cuya amplia vigencia en nuestras aulas ha sido especialmente inquietante.

Allí también la descripción es negativa, carente además de la expectativa de un final feliz.

Ya en sus primeras obras Kelsen lo proponía como un sistema de motivaciones de conducta fundado en la amenaza de castigos sociales inmanentes.
  
El derecho era un orden coactivo. Se construía con normas primarias inexorablemente portadoras del deber ser de una sanción: la privación total o parcial de la vida, la libertad, la propiedad, la salud o el honor.

En sus trabajos posteriores esa afirmación del instrumento sancionador se fue aun consolidando.

No existía para el derecho un contenido anterior al de su mera definición autoritaria. No era discernible una mala in se de una mala prohibita. 

Las normas se articulaban jerárquicamente, con una norma fundamental que presidía el sistema y que era el criterio de eficacia.

Si el sistema coactivo era obedecido (cualquiera fuese la causa de la obediencia), era por eso mismo válido.

Validez y vigencia quedaban de ese modo enlazadas. El derecho era el orden del poder.
          
Va de suyo que una descripción así, extrapolada de todo ligamen moral, era una invitación permanente al desencanto.

La sociedad se mostraba otra vez, por él y desde él, dividida entre quienes mandaban y quienes se encontraban sometidos.

Sólo el castigo aparecía como núcleo social esencial, en el que no cabía, despreciada por vacua, la definición de justicia.

El derecho se exhibía, en estas dos versiones, como una creación cultural negativa.


4. Siempre he pensado, respetando obviamente la voz de sus cultores, que una y otra proponen una visión que más que recobrar pareciera ocluir su significado profundo.

Si la palabra reflexión que define nuestra tarea intelectual deriva de reflejar, me parecen espejos que alteran, desde una perspectiva reduccionista, aquello sobre lo que quieren especular.
 
Y que es posible una recuperación distinta del derecho, que trate de mostrar sus rasgos universales y permanentes y la finalidad sobre la que se  construye.

Propondría para ello la lectura de dos categorías esencialmente humanas, que son aquellas sobre las que el derecho quiere afirmarse.
                 
Por un lado la apertura ética, la capacidad del hombre de asumir concreta y activamente valores que dan sentido a su existencia, que le permiten ser verdaderamente hombre.      

Por otro, la intelección de que el contenido exigente de esa apertura se realiza con la llamada y la respuesta del otro, en un mundo en que en la libertad asciende primariamente la posibilidad del encuentro interpersonal.

Se trata de dos magnitudes íntimamente vinculadas.

Que, si bien es cierto que se realizan en la experiencia histórica, superan a la propia historia.

Son, por decirlo de alguna manera, dimensiones que van más allá de lo temporal.

Destellos de eternidad que revelan al hombre no como un momento efímero de contingencias causales, sino como depositario y guardián del ser.

Comienzo por la primera.
 
El hombre obra éticamente cuando está en condiciones de realizar su existencia, proyectándola de tal modo que señale el camino de su propia humanidad.

Una realización así no puede escindirse de la libertad. Se asienta en ella, más allá de los límites que la situación y la facticidad le imponen.
   
Asume la tarea y el riesgo de tener un segmento casi inabarcable de su destino en sus manos. 

La dimensión ética no existe fuera de él, tanto en sus sentidos culturales e históricos, como en los  tiempos existenciales que refieren su actividad personal y cotidiana.

Hay una esencia que precede a la existencia. Y una existencia que reclama ordenarse a ella.   
                 
Podría decirse que la dimensión ética es la que revela significados humanos. La que abre al hombre la posibilidad de ser verdaderamente tal.

Pero esta apertura (y esto ya se corresponde con la segunda cuestión), no es la solitaria conciencia individual. El hombre aislado, como en el modelo que proponía la Ilustración, no ha existido nunca.
                                                                               
El hombre es un ser abierto al encuentro. Un ser que yacería inconcluso sin el otro.

Ninguna dimensión humana es posible si no hay con quien compartirla.
 
Toda nuestra existencia está ligada a los demás. Podemos reconocernos a nosotros mismos sólo en presencia del otro.
                                  
La ética es una intelección y realización de  valores.
                                                                                
Valores de humanidad que llevan al encuentro. Encuentro que los descubre y realiza.

Estos dos aspectos son correlativos y es imposible escindirlos.
                                                     
Sobre la base de su ligamen se construye el derecho.


5. Con esta doble intelección es posible una lectura del derecho que obvie los reduccionismos, asentada en las dimensiones del diálogo y de la ética. 

Diálogo y ética necesitan junto a un orden interno otro externo. Este es el orden que, al menos parcialmente, ha tratado de proveer el derecho.

A lo largo de los siglos (como resumía un antiguo dístico latino: ubi homo ibi jus) el hombre ha ido construyendo, en esta inmensa y universal obra de la cultura que es el derecho, pautas para que el encuentro humano pueda realizarse.
                                    
En especial la paz, que es su morada y por eso mismo, el ámbito del derecho y del diálogo.
                                  
Cuando hay paz el ser personal puede amar, trabajar, estudiar, pensar, rezar a Dios, construir obras de arte…
 
Es decir, realizar todas aquellas magnitudes que hacen del hombre, como dice el Evangelio, la sal de la tierra. Sal que, si se desvanece, volvería a la tierra áspera y desapacible.                                      

El derecho no es en sí mismo un diálogo (se expresa en leyes, costumbres, fallos judiciales…) pero es el lugar y el tiempo en el que el diálogo puede darse. Es la relación de recíproca prosperidad que refiere el prof. Ariel Álvarez Gardiol en un reciente y luminoso libro sobre los filósofos y sus musas inspiradoras.

El diálogo no es una instancia meramente causal, derivada de determinismos naturales, sino una posibilidad de la libertad.

Es algo que a veces no se da: es frágil, puede desvanecerse. 

La existencia humana no es sencilla. Y la libertad desde la que se construye, tiene la rara capacidad de negarse, suicidarse.
                                      
Pero el deber del ser personal es existir. 

No se trata sólo de un instinto de conservación (presente en todos los seres vivos) sino la necesidad de cada otro de encontrarse con uno y que vuelve a cada uno en único e irrepetible, indispensable.

Acaso la comprensión de esa responsabilidad es la que ha llevado al hombre a hacer el derecho.
                                         
En el lenguaje jurídico, la  exigencia ética, dialogal, se suele expresar con la palabra justicia.
                                       
Esa estrella polar que evocaba Radbruch,  que ilumina como en una noche los itinerarios humanos.

Por usar su formulación clásica: la perpetua y constante voluntad de reconocer al otro como suyo. Es decir, como un ser dotado de libertad en sus pensamientos y decisiones, distinto del animal y de la cosa. 

(Otra palabra que conceptualmente ha expresado una idéntica correspondencia es la palabra persona. Recuperada de la antigua idea teatral de máscara, se ha expresado con ella el doble significado de ser el hombre realizador de los valores morales y merecedor del reconocimiento al que ello conlleva).

Persona, no sólo en lo teológico sino también en lo humano, significa encuentro.

La necesidad de un orden en el diálogo social se presenta de ese modo simultáneamente con su dimensión ética.

               
6. Hace unos años, en un libro que se llama El derecho y los derechos humanos, propuse como definición del derecho la siguiente: Proyecto de armonía social fundado y realizado en el respeto a la persona del hombre.

A pesar del tiempo, o a causa del mismo, quisiera conservarla.

La idea de proyecto habla de una tarea inconclusa, de un devenir que continúa sobre bases anteriores que lo sustentan. Nada de la obra humana podría considerarse alguna vez como definitiva, ni tampoco ajena a ese ligamen del pasado que se reabre cada mañana en esperanzas nuevas, con cada nueva generación.
                              
La palabra armonía, tomada de la música, indica un resultado unitivo a partir de una multiplicidad de sonidos que se reúnen para no quedar perdidos en un abismo de dispersión.

Y así en el derecho, inteligencia y voluntades se conjugan en el diálogo interpersonal. 
 
Fundado en el respeto a la persona humana, es la apelación más alta que puede hacerse desde una ética humanista.

Hominum causa omne jus constitutum est. El derecho hecho por el hombre, para todos los hombres (sin exclusiones ni distingos, en una igualdad que asume y resume la libertad creadora), es así una afirmación ética del diálogo en el que la humana existencia se construye.

Doy gracias a Dios el haber podido recordar aquella fórmula y en esta presentación inaugural, someterla humildemente ante los juristas que integran esta ilustre Academia de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba.