martes, 24 de noviembre de 2015

Los otros puentes
H. N.

El comienzo de una carrera universitaria viene siempre acompañado de dudas. Hay una sobre todo, que inquieta especialmente. ¿Habré elegido bien mi carrera?  ¿ Será ésta realmente mi vocación  Elegir es limitarse, es cerrar, acaso para siempre, los caminos no elegidos. Quien decide estudiar abogacía, por ejemplo, renuncia  a la vez a construir casas, a curar enfermos, a diseñar ciudades. A ser ingeniero, médico o arquitecto.

Tantas cosas eligiendo se pierden, y tan frágiles y ocasionales son, al mismo tiempo, los motivos de la decisión...

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Recuerdo –porque debe haber sido la experiencia que más intensamente me conmovió el primer día de clase en la Facultad, un pensamiento que entonces tuve y que me siguió toda esa noche, y mucho tiempo más.
Cuando mis hermanos y yo éramos chicos, mi padre –ingeniero que se dedicaba a proyectar puentes- nos llevaba a la Boca para verlos.

-Miren -nos decía- puentes como ése sabe hacer papá.

Nosotros admirábamos a papá por sus puentes. Eran puentes importantes, sólidos. Por ellos podían pasar locomotoras y vagones cargados sin caerse.

Ese primer día de clase sentí una congoja enorme. Pensé: cuando me gradúe y tenga hijos, no voy a poder mostrarles puentes yo también. No voy a poder decirles: sobre los puentes que hace papá pasan locomotoras y trenes, y no se caen.

Un abogado no sabe hacer puentes.

Después, con los años, fui aprendiendo muchas cosas, y asumí aquella inicial congoja de otros modos.

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De todos los seres de la creación visible, el único que puede discernir entre el bien y el mal es el hombre. Los animales no. Tampoco las plantas. Tampoco, por supuesto, las cosas inanimadas. Sólo el  hombre puede, cada día trazar una larga lista: hechos con los que obró bien, hechos con los que obró mal. Mal y bien –podrá pensar cada atardecer- se incorporaron hoy al mundo con mi intervención. Y éste será un pensamiento crucial: porque de algún modo ha de signar su paso.


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En la larga lista de cosas que el hombre puede hacer bien o mal, hay una que –por especiales razones- tiene una extraordinaria importancia: La organización de la sociedad en la que el mismo hombre vive.

           
Ocurre, en este punto, algo si se quiere extraño. La sociedad es indispensable. El hombre necesita de sus semejantes, y de la proximidad de ellos. En el prójimo se proyecta, se encuentra, se descubre.

La sociedad es su medio, su región, su clima. Pero la sociedad no tiene una organización ya hecha, como algo que se encuentre finalmente realizado y se descubra. Es necesario hacerla. Y hacerla todos los días, porque la permanente incorporación de los elementos de la técnica, y una progresiva captación de los valores morales –que son objetivos y absolutos, pero que se descubren paulatinamente- obliga a mejorar sus soluciones.

El hombre puede -como en tantos territorios por los que transcurre su vida- resolver esta organización bien o mal.

Y si es verdad que la tarea excede lo que cada uno individualmente puede, también es verdad que se necesita de la participación individual de cada uno, para realizarla.

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Una sociedad bien organizada es el signo moral del bien. Sería imposible no encontrar en ella los resultados bondadosos. El arte florece. El pensamiento y la palabra fluyen libremente. Crece la fe religiosa; la ciencia adelanta; la política se ejercita; los hombres se reconocen libres e iguales; el trabajo expresa su dimensión creadora.

En una sociedad bien organizada, la ley es portadora de derecho, no del capricho del ocasional detentador del poder. No hay marginados, ni prescindidos, ni perseguidos. En una sociedad así, una buena comunicación para todos del producto del trabajo humano, asegura la creciente participación de los bienes externos que sustentan el despliegue espiritual y cultural de cada uno.

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Una extraordinaria santa cristiana, de vida ejemplar y luminosa, nombraba a Dios en cada una de sus cartas como al Dios de los encuentros. “Señor Dios de los encuentros”, decía.

Una sociedad bien organizada es una sociedad de encuentros. El hombre se encuentra con sus semejantes. Es como si del seno de la propia organización social nacieran muchos puentes. No los puentes físicos sino los otros: acaso más sutiles, pero no menos válidos y ciertos. Puentes que permiten cruzar las fronteras del uno al otro, llegar a los demás. Y que se tienden como una palabra que nace para ser escuchada y se la siente, como un pensamiento que se comparte, como las cosas que el trabajo hace para que den o se reciban.

De esta especial naturaleza es el intenso y vasto puente del derecho.

El  derecho es un proyecto de armonía social fundado en el respeto a la persona del hombre.

Es el bien, realizado socialmente. Esta definición, que tantas veces enseñé después desde la cátedra universitaria (y que aún en tiempos de silencio guardé como una inextinguible esperanza) es la definición de esos otros puentes.

Todo abogado lo sabe cuando sabe que el único modo por el cual una sociedad puede organizarse bien es a partir del respeto a la dignidad del hombre -de todos los hombres-. Cuando siente que cada vez que defiende la persona humana, afirma, simultáneamente, la armonía social.


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Las claves de la elección de una carrera universitaria son complejas. Una cosa, sin embargo, es cierta: los caminos que se cierran, aquellos que inexorablemente se pierden, se justifican con los otros. Esto allega un compromiso particularmente intenso: hay que descifrar una a una, hasta el confín de su propia dimensión, las nuevas esperanzas. Si de derecho se trata, habrá que buscar cada día mejores fórmulas: leyes que permitan al hombre realizarse libre y plenamente, doctrinas que revelen los senderos del bien social, escritos con los que se reivindique la dignidad de cada hombre, sentencias que restablezcan una conculcada justicia.

Puentes de encuentro, en definitiva. Puentes de reconocimiento recíproco, y paz.

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Con los años los fui descubriendo. Esbeltos, difíciles, admirables. Ahora me gusta mostrárselos a mis hijos.

Procuro hacerlo con el mismo cálido apretón de manos que desde chico me acompaña, y que me hablaba de que las cosas que separan se vencen con las obras que el hombre sabe hacer y puede. En alguna región de la esperanza, se parecen a los puentes de hierro y madera que mi padre proyectaba.