Meditaciones del Quijote, de José Ortega y Gasset
En el prólogo de su primer gran libro, publicado en 1914,
Ortega y Gasset escribe lo que podría considerarse el anticipo de toda su
vastísima obra.
Se da en los filósofos, tanto como en los poetas, esa
extraña capacidad profética de entrever junto a las ideas que trascienden cada
cosa, la dimensión que tendrá el develarlas en su propio futuro.
Por eso y a pesar de las vicisitudes del vértigo en las que
debió desplegarse (disímiles momentos políticos, sociales, geográficos), su
pensamiento expresa la unidad estructural que va siguiendo caminos en donde la
copresencia asume un intenso protagonismo.
Precisamente por esa permanente revelación del otro (en y
más allá de las circunstancias), evocamos algunos tramos preciosos de esta
obra, en los que los fundamentos del diálogo ya se muestran anunciando su
inefable significado.
El autor comienza destacando que sus ensayos son -como la cátedra, el periódico o la política-
modos diversos de ejecutar una misma actividad, de dar salida a un mismo
afecto.
No pretendo, -dice con humildad-, que esta actividad sea
reconocida como la más importante en el mundo: me considero ante mí mismo
justificado al advertir que es la única de la que soy capaz.
Esa capacidad es sin embargo muy grande y se muestra en el
inquieto discurrir que propone: dado un hecho -un hombre, un libro, un cuadro,
un paisaje, un error, un dolor-, llevarlo por el camino más corto a la plenitud
de su significado.
El tema del amor aparece de inmediato. Hay dentro de toda
cosa la indicación de una posible plenitud. Un alma abierta y noble sentirá la
ambición de perfeccionarla, de auxiliarla, para que logre esa su plenitud.
A esto tiende el amor: a la perfección de lo amado. Y es
como si nos dijera en delicada amonestación: Santificadas sean las cosas. Amadlas,
amadlas. Cada cosa es un hada que reviste de miseria y vulgaridad sus tesoros
interiores, y es una virgen que ha de ser enamorada para hacerse fecunda.
Va, en consecuencia,
fluyendo bajo la tierra espiritual de estos ensayos, riscosa a veces y áspera
-con rumor ensordecido, blando, como si temiera ser oída demasiado claramente-,
una doctrina de amor.
La contraposición con
el odio marca todavía más su dimensión amorosa.
El odio es un afecto que conduce a la aniquilación de los
valores. Cuando odiamos algo, ponemos entre ello y nues¬tra intimidad un fiero
resorte de acero que impide la fusión, siquiera transitoria, de la cosa con
nuestro espíritu. Sólo existe para nosotros aquel punto de ella donde nuestro
resorte de odio se fija; todo lo demás, o nos es desconocido, o lo vamos
olvidando, haciéndolo ajeno a nosotros. Cada instante va siendo el objeto
menos, va consumiéndose, perdiendo valor. Y luego, para que la contraposición
se haga más ostensible todavía:
Lo amado es, por lo pronto, lo que nos parece
imprescindible… Es decir, que no podemos vivir sin ello, que no podemos
admitir una vida donde nosotros existiéramos y lo amado no -que lo consideramos
como una parte de nosotros mismos. Hay, por consiguiente, en el amor una
ampliación de la individualidad que absorbe otras cosas dentro de ésta, que las
funde con nosotros. Tal ligamen y compenetración nos hace internarnos
profundamente en las propiedades de lo amado. Lo vemos entero, se nos revela en
todo su valor.
La inconexión es el aniquilamiento. El odio que fabrica
inconexión, que aísla y desliga, atomiza el orbe y pulveriza la individualidad.
En un mito caldeo viéndose la diosa desdeñada, amenaza al Dios del cielo, con
destruir todo lo creado sin más que suspender un instante las leyes del amor que
junta a los seres, sin más que poner un calderón en la sinfonía del erotismo
universal.
Así obra el amor.
…Es un divino arquitecto que bajó al mundo, según Platón, «a
fin de que todo en el universo viva con conexión». (Banquete, 202e.)
Llámase, en un diálogo platónico, al afán de comprender al
otro que el amor expresa, locura de amor
(Fedro, 265, b3)
Estos son apenas fragmentos del prólogo de un libro cuya
contenido versa, según el propio autor, sobre temas diversos: algunos de alto
rumbo, otros más humildes y modestos.
A este libro siguieron muchos en una obra vasta, prolífica,
profunda.
De distintas épocas y trazos, conjugados en esa síntesis que
puede definirse tal como Ortega y Gasset pedía: expresiones todas de amor
intelectual.