La muerte de Sócrates
H. N.
Vale recordar la muerte de Sócrates, para repensar los
hondos significados que con indecible tristeza desde ella dimanan.
Sócrates fue antes que nada, y sobre todas las cosas, un
filósofo. Y la palabra acaso pocas veces haya tenido un sentido más preciso que
cuando se la ha referido a él. Porque filósofo significa amante de la
sabiduría, y Sócrates fue un amante lúcido, un buscador apasionado, un
admirador infatigable de la verdad esquiva, del esplendor oculto en las cosas,
del sueño alucinado del conocimiento.
Y del mismo modo que un amante no cesa nunca en la búsqueda
de aquello que ama (porque no hay dificultad ni frontera que pueda detenerlo)
así también el amor de Sócrates por la sabiduría no tuvo límites que
contuvieran su fervor, cansancios que demoraran su inabarcable búsqueda.
Fue también un hombre virtuoso, un hombre justo. Y en el
plano de su enseñanza moral, fue posiblemente el primero en rebelarse contra
una vieja prédica de retribución, oponiéndole un principio mucho más profundo y
perdurable. Esa ruptura con antiguos compromisos aparece descripta en el libro
I de la República y deviene de muchos otros pasajes de la literatura platónica.
Poetas y filósofos habían, en efecto, sostenido que cuando
alguien era agredido, vituperado, perseguido, debía devolver con mal también el
mal recibido. Simónides, por ejemplo, sostenía que el hombre justo era aquel
que hacía el bien a los amigos y el mal a los enemigos; otro poeta, Esquilo,
afirmaba que es agradable el corresponder con males al mal; también Píndaro, en
el mismo sentido.
Sócrates, levantándose contra esa equivocada pedagogía,
insiste que al enemigo es preciso retribuirle con el bien. Que la bondad debe
ser dispensada tanto a los malos como a los buenos. Que el hombre justo no
puede jamás dañar a nadie.
El modo de enseñanza de Sócrates era oral y dialogado. Fue
un genuino propulsor de la dialógica. Es famoso su método a través del cual, y
por medio de preguntas que se sucedían sin descanso, iba llevando al
interlocutor a hallar por sí mismo una respuesta.
Para que en el encuentro de las distintas dudas y preguntas,
fuera cada uno quien hallara la solución a un problema, o por lo menos, descubriera
un punto nuevo desde el cual empezar otra vez las reflexiones.
Nunca escribió libro alguno. Su filosofía se conoce
únicamente por los comentarios de sus discípulos, de Platón sobre todo, que
siendo el más grande de todos ellos, dedicó muchos días de su larga vida a
relatar, en diversas obras, los diálogos de Sócrates, sus disquisiciones y sus
búsquedas.
A menudo en esos relatos, Platón agrega a las palabras de
Sócrates sus propias palabras. Entonces discípulo y maestro se funden en la
magia del pensamiento, en la transposición de los tiempos que significa
complementar y a veces hasta suplementar sobre el decurso de los mismos
diálogos, el genio de uno con el genio de otro.
Sobresaliente en las campañas militares por su valor,
profundamente religioso, vivió su vida llena de pobrezas materiales y de
riquezas de espíritu.
Un día, sin embargo, un hombre de cuyo recuerdo no quedan
más que alguna breve relación en Aristófanes y la memoria de este hecho
trágico, (su nombre ahora no importa), presentó ante el Tribunal una imputación
concebida en estos términos: Yo…natural del lugar de Pitos, intento acusación
criminal contra Sócrates, hijo de Sofronisco, del lugar de Alopecia.
Sócrates es reo de no creer en nuestros dioses, y de
introducir entre nosotros nuevas divinidades con el nombre de genios. Sócrates
es reo porque pervierte la juventud de Atenas. Y en pena de ello pido la
muerte.
Esta incriminación, movida en parte por rencores personales
y en parte por la mediocridad de quienes la alentaban, se fundaba en hechos
completamente falsos. La religiosidad de Sócrates no podía ser controvertida,
porque se revelaba en muchísimos aspectos de su prédica y en los sacrificios
rituales que frecuentemente ofrecía en los altares públicos. La corrupción a la
juventud difícilmente podría haber derivado de un hombre de vida austera,
preocupado por desentrañar la verdad y recuperar el bien.
Sin embargo, la acusación prosperó rápidamente con esa rara
fuerza con la que crecen a veces las ingratitudes entre las poblaciones.
En los primeros momentos, Sócrates ni siquiera intenta
defenderse. Cuenta Jenofonte que cuando uno de sus discípulos llamado
Hermógenes le pide que trabaje en preparar su defensa, le contesta: no he hecho
otra cosa desde que respiro; examínese toda mi vida, y allí se encontrará mi
apología.
Muchas veces, sin embargo, la verdad necesita apoyos
externos, sobre todo cuando debe enfrentarse a discursos en los que todos los
medios retóricos han sido usados falsamente, para suplir con vanas palabras la
inconsistencia de los argumentos.
Llevado ante el Tribunal, Sócrates habla con la entereza de
la inocencia y con la simplicidad de quien se sabe justo.
Comparezco ante este Tribunal -dice- por primera vez en mi
vida, aunque ya tengo más de setenta años. Ante un Tribunal donde todo, el
estilo, los usos, son nuevos para mí. Voy a hablar sin palabras buscadas, sin
frases escogidas, bien o mal, con las expresiones que primero encuentre; porque
descanso en la confianza de que no diré nada que no sea justo; y que se atenderá
más a mis razones que a las palabras con que las diga.
Después rechaza la imputación de irreligiosidad. No hay
ninguna divinidad nueva o extraña que haya introducido. Él ha seguido el culto
como todos. Tampoco ha corrompido a la juventud.
Me imputan -dice- que yo pervierto a la juventud de Atenas.
Que me citen un discípulo mío a quien yo haya inducido al vicio. En esta
Asamblea estoy viendo a muchos de ellos: que se levanten y depongan contra
quien los ha pervertido; y si los detiene el respeto que todavía les queda: que
sean los padres, los hermanos, o los parientes, los que lo hagan: Sin embargo,
lejos de acusarme, ellos mismos han acudido en mi defensa, y me han manifestado
y participado su defensa.
Luego, adentrándose ya en las razones reales que fundaban la
denuncia, expresa: Las calumnias del acusador no son las que me costarán la
vida; sino el odio de esos hombres vanos e injustos, a quienes he quitado la
máscara con que encubrían la ignorancia y los vicios: odio que ha hecho perecer
tantas gentes de bien, y que hará perecer muchos más; pues no debe creerse que
mi suplicio pueda extinguirlo.
A medida que la defensa de Sócrates iba siendo más vibrante,
por esa dialéctica negativa que
contradice a la verdad y a la inocencia, la maldad de los juzgadores crecía.
He buscado -dijo- en las diversas clases de ciudadanos los
que gozaban de mejor reputación, y no encontré más que presunción e hipocresía.
Procuré hacerles dudar de su mérito, con lo cual se volvieron enemigos
irreconciliables; de lo que inferí que la sabiduría pertenece solamente a la
divinidad, y que el más sabio de los hombres es el que menos cree serlo.
Los jueces de Sócrates (tan inferiores a quien tenían que
juzgar) calificaron algunos de insulto su entereza; otros se ofendieron por sus
palabras, por la serenidad que le daba el saberse inocente. Se dictó sentencia
declarándoselo reo y convicto.
Aún así sus enemigos ganaron por la diferencia de muy pocos
votos.
Según las leyes de Atenas se requería todavía una segunda
sentencia para imponer la pena. Esta sentencia también es dictada y es
confirmada su condena a muerte. Sócrates la escucha con la tranquilidad de un
hombre que toda su vida había estado preparándose para morir.
A los jueces que lo
habían absuelto, los consuela diciéndoles que nada malo puede sucederle al
hombre de bien, ni durante su vida ni después de su muerte; a los que lo habían
acusado y condenado, les predice que experimentarán continuamente los
remordimientos de la conciencia; pero que no temiendo él a la muerte, no estaba
enojado con ellos, aunque debía quejarse de su odio.
Terminado el proceso, Sócrates sale del Tribunal para ir a
la cárcel, sin que se note mudanza alguna en su semblante ni en su andar. Los
discípulos van llorando en cambio al lado suyo. El intenta calmarlos: ¿no
sabían acaso que cuando la naturaleza me concedió la vida decidió también que
algún día debiera perderla?
El más desconsolado de todos era un joven llamado Apolodoro
a quien la aflicción tenía fuera de sí. Lo que más siento, decía, es que te
hayan condenado inocente. Sócrates lo mira y se sonríe: Acaso hubieras
preferido verme condenado culpable, le dice.
Es que si la muerte es como un sueño, uno de esos sueños
pacíficos que no es turbado por ningún ensueño, morir es un bien, porque es
como llegar a una noche muy tranquila, sin ninguna inquietud y sin ninguna
turbación.
Si la muerte es en cambio un tránsito de un lugar a otro, y
si según se dice, en otro mundo está el paradero de quienes han vivido. ¿Qué
mayor bien se puede imaginar? El alma volverá a encontrarse con aquellos
hombres sabios y buenos, y la alegría entonces no tendrá límite.
Hacia el final de los treinta días que pasa en la cárcel,
esperando el cumplimiento de la sentencia, un discípulo suyo llamado Critón le
propone huir. Con algún dinero serían sobornados los guardias, y quienes lo
acusasen. Se le proporcionaría en Tesalia, una ciudad cercana, una morada digna
donde vivir en el destierro.
Sócrates rechaza del modo más rotundo el ofrecimiento y de
nada valen los argumentos de Critón por hacerle desistir. Su deber está, por
encima de la injusticia de la sentencia, en obedecer lo que los jueces han
dispuesto.
En esta ciudad -dice- he vivido toda mi vida, y no he salido
nunca de ella como no fuera para la guerra; ciudad que me ha dado todo lo que
necesitaba, los mayores bienes de mi vida. Y que si ahora me da la muerte debo
aceptarla con entereza.
Llegada a Pireo la nave de Délos, a cuyo arribo debía
producirse su muerte, los once magistrados encargados de la ejecución de las
sentencias por los criminales pasan por la cárcel.
El final ya está cerca. Sócrates intercambia sus últimas
palabras con sus discípulos, y los consuela hablándoles de la inmortalidad del
alma.
Casi enseguida llega el carcelero, trayendo el veneno.
Le dice: vengo seguro de no oír de ti las maldiciones que me
echan las personas a quienes vengo a decir que es hora de tomarlo.
Sócrates no sólo no lo maldice, sino que aún le agradece y
procura calmarlo porque el propio carcelero en un rincón se queda llorando.
Con mano firme, toma la copa y bebe. El veneno va creciendo
rápidamente por su cuerpo.
Tiene todavía sin embargo tiempo para consolar una vez más a
sus discípulos, y para recordarle a Critón que debía un gallo de un sacrificio
a Esculapio, que no dejara de cumplir esa deuda con la divinidad.
Después ya nada puede decir, y queda tendido y muerto.
La muerte de Sócrates parece una derrota de un justo ante la
injusticia. Es a pesar de todo lo más alejado posible de ella.
Su recuerdo no ha muerto, tampoco murió su doctrina. Sus
discípulos la recogieron como un preciado tesoro.
Y fue transmitida para quienes hoy la recordamos, afirmando
el diálogo (el encuentro interpersonal,
la fe en el otro, la búsqueda compartida del bien y la verdad) como el único
modo de existencia compatible con lo genuinamente humano.
Así, Sócrates renace, todos los días.