Sobre la palabra
H. N.
La palabra, en la cultura moderna, parece estar presente
preferentemente en formas pasivas y despersonalizadas, como la palabra escrita
en los consejos publicitarios, en los libros o en los periódicos.
Quienes, además, por definición profesional o vocacional,
actuamos en contacto permanente con las palabras de la ley, nos hemos
familiarizado hasta tal punto con su forma objetiva de definir y resolver, que
nos parece por momentos que el modo impersonal y abstracto de sus fórmulas agotara
las dimensiones y significados de la palabra misma. (Esta situación es
particularmente notable en la postulación de algunos métodos de interpretación
y lectura de la ley, como, por ejemplo, el que refiere Coing al considerar la
“interpretación autónoma”).
Este subrayar el sentido objetivo de la palabra presenta el
riesgo de absolutizar una dimensión que si bien le concierne, no agota para
nada su realidad.
Es verdad que cada palabra guarda ciertos significados
disponibles, que se han ido depositando en ella a lo largo de los siglos: y que
quien la conoce goza de su posesión como de una fortuna adquirida.
Pero también es cierto que toda palabra procede, en último
análisis, de un sujeto personal y va
dirigida a otro sujeto personal. Que el espíritu objetivo no es una realidad
que exista con independencia del hombre (en este caso, del hombre que habla). Y
que cualquier objetivación sólo es comprensible dentro del ámbito general de la
existencia, en el encuentro y el diálogo intersubjetivo.
Esto importa decir que cada palabra está en algún momento
renovada en sus significados por el hombre que habla. Que más allá de las
objetivaciones, cada hombre inaugura en ella una significación que renueva su
estado naciente. Que hay matices, tonalidades que se incorporan y crean, que
expresan más allá de la abstracta impersonalidad de una cultura, la dimensión
originaria y única de cada diálogo.
Y así: con la palabra, es el otro el que personalmente se
anuncia y expresa, comunicando su propia riqueza, su misterio y la inconfundible
novedad de su existencia.
Gozos y esperanzas, la alegría y la angustia, el amor y la
fe, a cada momento, modifican y renuevan el sentido de palabras que de otro
modo yacerían quietas, aprisionadas bajo el peso de su propia objetividad.
De otro modo: la palabra no es sólo significación del mundo
y de las cosas sino, también y esencialmente, revelación de la persona. Es
decir, un ámbito, en el que el hombre se vuelve consciente de sí mismo, de su
encuentro con el otro.
La filosofía del diálogo ha tratado con especial atención
esta dimensión originaria dinámica, creadora (poética en estricto sentido) de
la palabra, cuidando de contraponerla a sus dimensiones meramente objetivas.
Los ejemplos en este aspecto son muchísimos.
Quisiera, sin embargo, por un momento, detenerme en una obra
especialmente intensa de Max Picard, en la que el carácter originario de la
palabra se funde con la inagotable dimensión de cada ser personal: El
matrimonio inquebrantable (Die ut nerschutterliche Ehe).
El matrimonio asume y modaliza toda la existencia en un
diálogo estabilizado y pleno. Hombre y mujer coronan en él una nueva vida de
unidad y concordia (el pensamiento cristiano ha marcado la semejanza de esa
unión con la de Cristo y su Iglesia).
Un diálogo así expresa sacramentalmente el para siempre del
amor substante: revela la conexión entre el misterio del amor humano y del amor
de Dios por su creación.
¿Podría corresponder a una unión así, cuyo núcleo más
profundo se sustrae a toda objetivación y a toda cronología objetiva, una
palabra que la constituya y exprese, que no sea al mismo tiempo, la palabra
originaria, permanentemente naciente, permanentemente nueva?
“En la casa del matrimonio –dice Picard- hay un hombre y una
mujer con un par de niños y un par de cosas…Y aquí la existencia está de nuevo
en su alborada…Y hay un estremecimiento…: el hombre siente que allí su
existencia está como algo que está ahí por primera vez: siente el temblor y la fragilidad de lo originario…”.
El lenguaje, sobre todo, “El horno. Ah, el horno, dice la
mujer y los ladrillos empiezan a calentarse bajo el calor de la palabra…”.
Palabra que tiene más calidez que el fuego, temblor y
fragilidad de lo que recién nace, saludos cotidianos que reviven todo su
inicial sentido. Es que cada hombre es el primer hombre y cada mujer la primera
mujer (cada hombre y cada mujer agotan la plenitud de la existencia). Y cada
palabra revela el nacimiento de la palabra misma.
No se trata por supuesto, de negar el sentido objetivo de la
palabra (sin el cual hasta sería imposible hablar, o hablar de palabra alguna).
Lo que se trata es de rechazar la absolutización de ese sentido objetivo, que
se revela insensible ante la unicidad humana, y ofrece de ese modo una imagen
forzadamente unilateral.
El diálogo conyugal, inquebrantable, resulta por eso un
excelente ejemplo.
La poesía, el arte, el lenguaje de la amistad, el discurso
religioso (a veces la filosofía) también lo son al expresar, específicamente,
la dimensión de revelación, propia de la persona.
El diálogo –todo diálogo auténtico- indica acogimiento
positivo y promoción de la realidad personal, estructuralmente única,
radicalmente sustraída a una captación posesiva.
Realidades que nos comprometen no pueden expresarse con
palabras meramente externas. La palabra objetiva se vuelve disgregante. La
palabra originaria (hecha de matices y silencios, de tonalidades únicas,
irrepetibles, inconfundibles, como el ser personal que la pronuncia) es el
espacio propio del amor, el ámbito en el que surge el mismo diálogo.