La historia como progreso,
de Bernard Delfgaauw
Ed. Carlos Lohlé, Buenos
Aires, 1968
Se trata de un libro lúcido: frontal, claro.
Particularmente intenso, obliga junto a cada reflexión a que el lector se
defina, en orden a afirmaciones en las que la capacidad de síntesis permite
admirar una inmensa vastedad de proyecciones. Sus tres tomos abarcan el tema de
la aparición del hombre (resuelto desde la ontología de la historia), las
perspectivas estática y dinámica de la historia del hombre y la metafísica y la
teología de la historia. El autor, profesor de Filosofía en la Universidad de
Groninga y uno de los pensadores cristianos laicos más prominentes de este
siglo, revela fuertes raíces teilhardianas “…nos indujo a escribir…Le Phenomene
Humain de Teilhard de Chardin…” (introd. Pág. 12) “…una exposición filosófica
tiene que arrancar del punto en que se detuvo Teilhard…” que el empleo riguroso
de categorías ontológicas y fenomenológicas proyecta en una excelente filosofía
de la historia.
Los prolegómenos cuyo comentario seguidamente
hacemos, constituyen la iniciación de la obra.
Prolegómenos
Quien desee escribir sobre el progreso –expresa Delfgaauw
en su introducción- tiene que plantearse algunas cuestiones que son
naturalmente previas.
Dos de ellas son especialmente complejas: ¿no presenta la
situación actual del mundo aspectos de ilibertad e inhumanidad que resulta
hasta intolerable hablar de progreso? Otra: ¿no quedó definitivamente
descartado el problema del progreso después de los sueños de los siglos XVIII y
XIX?
Esas preguntas son varias veces formuladas en el
transcurso de la obra y van teniendo una progresiva respuesta.
A lo largo de todo el tiempo de la humanidad vemos a cada
paso ejemplos reiterados de privación de libertad, de injusticia, de
inhumanidad. Así también ocurre en nuestros días. Sin embargo nunca ha sido tan
fuerte y universal como en nuestro siglo la protesta contra ellas. Y acaso como
nunca haya existido una conciencia tan clara del valor del hombre, de su
dignidad. Y esto no sólo faculta a hablar sobre el progreso, sino que de alguna
manera vuelve moralmente indispensable el tratamiento renovado de su
problemática.
La idea del progreso, que venía preparándose desde el
Renacimiento, se impuso despúes irresitiblemente, imprimiendo –especialmente en
la cultura occidental- un optimismo no desprovisto de superficialidad. Hasta
que, ya en este siglo, se precipitan insospechadas catástrofes: dos guerras
mundiales, la crisis económica, la puesta en juego de medios de opresión cada
vez más poderosos. Al optimismo ha seguido el desaliento, un pesimismo tan
universal como el optimismo al que sustituía.
Sin embargo, uno y otro estado son igualmente
contradictorios (e irracionales): optimismo y pesimismo (si no constituyen un
vano ejercicio de emociones momentáneas) prefiguran una historia ya
determinada, hacia su éxito o hacia su fracaso.
Es decir, prescinden de la dimensión de la libertad, sin
la cual la historia misma carece de sentido.
El problema del progreso, en cambio, es otro: el problema
de la humanidad que decide sobre su propio desarrollo. El crecimiento es cosa
de la libertad. Libertad que se realiza a sí mismo y al mismo tiempo, descansa
en sí misma. La cuestión del progreso lleva a la misma entraña del problema
filosófico del hombre, porque remite a la libertad.
Esas preguntas previas anticipan el núcleo general de una
respuesta: la actualidad permanente del tema y la posibilidad de encararlo aún
a pesar de graves contratiempos sociales e infortunios viene dada porque
progreso en el hombre mismo significa progreso en lo que caracteriza al hombre
como hombre en el mundo que es su libertad: “…entendemos progreso en el sentido
de crecimiento de la libertad…” (pág.9. El concepto es luego reiterado
permanentemente).
Historia
La palabra historia designa frecuentemente el transcurso
de los acontecimientos, la marcha del acaecer humano, total o parcial.
Las más de las veces, para referir lo ya pasado de ese
acaecer y para la reflexión que lo referencia. Un concepto de historia debe
incluir sin embargo, para no incurrir en reduccionismos, también el porvenir.
La historia como ciencia
La ciencia no dirige la mirada a sí misma sino a la
realidad que es su objeto.
Proporciona un conocimiento de un sector de la realidad:
pero esa realidad sigue siendo trascendente con respecto a ese conocimiento. Si
llegara un momento en que toda la realidad pasara al saber, la ciencia habría
terminado. Ciencia es siempre descubrir lo desconocido, que se revela al
conocer.
La ciencia de la historia describe la marcha de los
acontecimientos. Lo que sabemos de la historia lo debemos al juego combinado de
recuerdo, tradición, mito y ciencia. Pero únicamente la ciencia nos proporciona
el conocimiento real de la historia.
La historia como realidad
La ciencia histórica nos hace conocer una realidad que
cambia: el universo, la vida, la humanidad se modifican. En esa transformación
existe un orden: lo primero es la historia cósmica. Luego la vital. Por último
la humana. Pero en esa sucesión, la etapa siguiente no elimina a la anterior.
Las etapas de la historia están enlazadas entre sí y perduran simultáneamente.
La sucesión cronológica indica una continuidad discontinua y refleja
transformaciones estructurales.
Esa continuidad discontinua es la evolución, porque de lo
inferior se origina lo superior: de lo inerte lo viviente, y de lo viviente el
hombre. La evolución ascendente de lo inferior a lo superior es progreso. El
progreso desde el punto de vista cósmico es aumento de la complejidad de la
estructura corpuscular; desde el punto de vista vital, aumento de la conciencia
vital; desde el punto de vista humano, aumento de la libertad. El aumento de
complejidad es progreso porque por ese camino se origina el hombre. El aumento
de la libertad es progreso, porque por ese camino llega el hombre a ser el
mismo.
La historia como filosofía
Si se afirma que el aumento de la libertad es progreso,
es preciso mostrar, en primer lugar, que en la historia de la humanidad puede
descubrirse un aumento de la libertad. Y luego, que ese aumento de la libertad
puede calificarse como progreso.
La primera cuestión remite a la fenomenología. La
segunda, a la filosofía de la historia.
La fenomenología trabaja con un concepto provisional de
la libertad elaborado por la filosofía. Si el progreso es progreso de la
libertad, el propio progreso depende de la libertad: no está predeterminado en
el sentido de que no sea libre.
La filosofía de la historia puede ser ontología o
metafísica.
Es ontología a título de reflexión sobre la marcha del
acaecer, partiendo de ese mismo acaecer y de un modo inmanente a la propia
historia. Es metafísica en la medida en que enlaza la marcha del acaecer con
una realidad que, por principio, está fuera de la historia.
La cuestión referente al progreso corresponde a la
ontología de la historia porque el progreso como tal se opera dentro de
la historia. Teniendo en cuenta que la realidad humana es prolongación de la
realidad vital y cósmica, la ontología de la historia es idéntica a una
ontología de la realidad.
La historia como progreso
El problema del progreso plantea la cuestión relativa al
hombre. No sólo al hombre como individuo, sino al hombre en la
humanidad. ¿Llega a a ser la humanidad cada vez más humanidad?
Inmanencia y trascendencia
Si pudiera mostrarse que hay progreso en el sentido de la
última pregunta, se pondría de manifiesto el sentido inmanente de la historia
de la humanidad. La historia no sólo tiene sentido desde un punto de vista que
la trascienda (como por ejemplo el de la escatología cristiana) sino también en
sí misma.
El sentido inmanente y trascendente deben mantenerse
deslindados, pero no separados.
La atribución de sentido en la historia guarda analogía
con la atribución de sentido a la vida del hombre individual. También en esta
hay que deslindar el sentido inmanente del trascedente, pero sin separarlos.
Sólo aplicando consecuentemente este criterio es posible preguntar qué
relaciones intrínsecas existen entre ambas clases de atribución de sentido.
La historia como futuro
La cuestión relativa al sentido de la historia se refire
a la dirección de sus modificaciones. Si se considera que el sentido de la
historia es progreso, se entiende que la historia se encamina en una
dirección. (Esto no quiere decir que el progreso avance siempre en línea recta,
sino que la historia, la marcha de los acontecimientos, vista con suficiente
perspectiva, revela que el progreso es la dirección dominante). Existen también
retrocesos y estancamientos, pero el progreso domina y esto significa que el
universo presenta un crecimiento de la libertad a pesar de todos los
movimientos opuestos a ella).
Ahora bien, si la filosofía de la historia trata de dar
sentido a la historia, es decir, a la marcha de los acontecimientos desde el
pasado hacia el futuro, nunca es únicamente contemplación de lo pasado sino que
mira constantemente a la totalidad del acaecer. Lo futuro, en
consecuencia, pertenece a su esfera, como lo pasado.
Cabría objetar que ningún futuro es todavía y que no
podemos pronunciarnos en absoluto sobre nada futuro. Pero el modo en que lo
futuro, como tiempo que prosigue su marcha, no es todavía, es un modo de todavía-no-ser
completamente distinto de aquel en que el final no es todavía. Sobre este último
final (salvo que dependiera de la propia humanidad, como posible fin prematuro
que la propia humanidad pueda causarse a sí misma) su tema rebasa completamente
el contenido de la filosofía como historia.
La historia como pasado
Así como la filosofía de la historia no puede ocuparse con sentido del final de la
historia, tampoco puede ocuparse del primer origen de la historia. Del período
inicial de la historia puede afirmarse lo mismo que del período final: se sustrae
a nuestra mirada. Comienzo y final nos son conocidos sólo indirectamente. Sobre
la base de ese doble límite es indispensable inferir del pasado una dirección y
preguntarse si ésta continuará en el futuro.
Realidad dinámica
Desde cierto punto de vista, la historia de la humanidad
puede considerarse como paso de una interpretación estática de la realidad a
una interpretación dinámica. La aparición de la concepción dinámica, aunque con
matices todavía muy imprecisos, es fortalecida por dos concepciones religiosas:
la judía y la cristiana, con la esperanza en la llegada del Mesías o de segunda
venida de Cristo, que dinamizan la historia en dirección a lo futuro. En el
siglo XVII, tras laboriosa preparación en los siglos precedentes, ciencias como
la historiografía o la filología van familiarizando, paso a paso al hombre,
sobre el carácter finámico de su realidad.
Esa interpretación dinámica significa, en su acepcióm más
lata, entender que para la realidad son esenciales el movimiento y la
transformación. Transformación presupone unidad y variedad. Lo que se
transforma sigue siendo lo mismo y es sin embargo diferente. Si no fuera lo
mismo no habría transformación sino sustitución de una cosa por otra. Nos
transformamos porque somos diferentes a como éramos hace veinte años, o aún
hace unas pocas horas. El universo se transforma porque es el mismo universo
que se modifica en cantidad (expansión) y cualidad (entropía).
Historia y humanidad
La filosofía de la historia aspira a la compresión de una
realidad sin par: la libertad de la humanidad. Por consiguiente la ontología de
la historia se encuentra ante la cuestión de decidir qué es la humanidad.
Si humanidad fuera sinónimo de suma de los hombres, su
unidad no sería mayor que la de cualquier suma de cantidades homogéneas. Pero
no es así. La filosofía de la historia sigue siendo diferente de la
antropología filosófica, aún sin excluir su recíproca vinculación: la humanidad
sólo puede comprenderse como unidad estructural de los hombres y el hombre
solamente como miembro de la humanidad. Los conceptos hombre y humanidad son
realtivamente autónomos. No puede haber humanidad sin hombres, pero tampoco
ningún hombre sin humanidad. La humanidad consta de hombres, más no del modo
como una molécula consta de átomos. En la molécula el átomo pierde su
sustantividad, para quedar absorvido en un integrado. En cambio el hombre no
queda absorvido en la humanidad, sino que, precisamente, gracias a la
humanidad, adquiere su sustantividad. El hombre es tanto más hombre en cuanto
más es para la humanidad. Pero, recíprocamente, la humanidad es más humanidad
cuanto más (en su sentido esencial) consta de hombres, cuanto más humana es.
El problema de las relaciones entre el hombre y la
humanidad tiene dos aspectos fundamentales: la significación esencial de la
humanidad y la significación del hombre. La cuestión que así se plantea es
relativa a la insuficiencia del individualismo por una parte, y del
colectivisto por otra.
El sentido que prefiguran estos prolegómenos se va
desplegando después a lo largo de la obra. El tomo primero los recoge
proponiendo cuestiones intensamente acuciantes: las diferencias hombre, animal
y cosa, la crítica a Sartre y la defensa de Heidegger en orden a este punto,
la espacialidad, la situación, el proyecto, el sentido, la conciencia, las
relaciones entre libertad individual (personal) y libertad de la humanidad, la
convivencia y el co-ser, el lenguaje, la comunidad y la totalidad.
El segundo, en su Estática, con el ser-en-el-mundo, el
tiempo, la conciencia, la libertad y la muerte. Y en su Dinámica, con las
estructuras fundamentales analógicas del hombre y de la humanidad (tiempo,
conciencia, lenguaje, libertad y muerte en la humanidad), lo actual, lo futuro
y el sentido de la historia.
El tercero con sus desarrollos, en todo sentido
impresionantes, sobre la fe, el creer, el pensar, la creación y la evolución,
la filosofía y la revelación y una Teología de la historia con la que el libro
concluye y en la que se resumen, traspasado sus umbrales, hacia la plenitud de
sus consecuencias, los desarrollos que los prolegómenos insinúan.
Pleno de una esperanza no exenta de angustias y temores
en el hombre, casi como un llamado oblicuo al ejercicio responsable de su
libertad, en el discurso de una humanidad que aun definida como totalidad no lo
desplaza, la obra de Bernard Delfgaauw se perfila como una de las expresiones
más notables de un pensamiento dialógico que ha encontrado en Teilhard de
Chardin y luego en Heidegger, raíces esenciales.