Ayer
H. N.
De las variadas implicaciones
de la palabra Ayer, quisiera referirme especialmente a dos. Una, la tenaz
convergencia tiempo existencial con las cronologías objetivas. Otra, la de la imposibilidad de rectificar
las opciones de la libertad, actuadas en nuestro propio pasado. La primera
remite al tema de la situación. La segunda, a la desgarradora nostalgia.
El tiempo de nuestra existencia
real no es el tiempo del derivar de la tierra o de los astros, o el del ciclo
día-noche o primavera-verano. Es el tiempo de amor del diálogo. Ocupa la
dimensión del presente que no acaba, de la plenitud del gozo y del asombro, de
la alegría instante. Es el tiempo del yo-tú. Una configuración íntima que se
extiende hasta abrazar lo inefable.
Ese tiempo no tiene medida
cierta: un día es para el amor como mil años, y mil años como un día (Pedro 3,8).
¿Cuánto duran un beso, una sonrisa, la dulce inquietud de una mirada que por
querernos nos busca?
En ese tiempo no hay ayer, ni
tampoco mañana. Sólo un hoy que abarca todo desde su ámbito de eternidad.
Sin embargo, en algún momento,
apremiado por la finitud de la existencia, ese tiempo confluye con el tiempo
exterior.
A veces, el confluir es azaroso
y en cierto modo externo al amor: lo allegan sus asiduos contradictores, el
fracaso y el mal.
Entonces, el presente yo-tú se
desvanece: nada queda de su primigenio fluir. El tiempo se mide y cuenta en su
dimensión horaria y en las lineales cronometrales de sus días y sus noches. Lo
reconocen la fatiga y el tedio: son las horas de la prisión, del abandono, o
las de la forzada soledad que nada espera.
Pero hay una coincidencia que
le es radicalmente concerniente y que es la que deviene de nuestra condición
corpórea.
El amor –como toda otra
realidad humana- necesita del cuerpo para realizarse. Sólo una postulación
dualista podría omitir este dato preciso. Y así, el cuerpo que ama participa
de las leyes mecánicas y físicas y está sometido a sus tiempos exteriores. El
beso, la sonrisa, la mirada que me busca, alguna vez concluyen, desgarradas por
los dinamismos que rigen su envejecimiento y su cansancio. No pueden
dispensarse de ellos. En ese punto principia el ayer.
También el ayer remite a la
imposible modificación de nuestro pasado resuelto en libertad. Lo que alguna
vez fue opción libre, hoy es situación.
Lo que alguna vez fue un amplio
horizonte de posibilidades es apenas un lazo múltiple: una ceñida trama que
circunscribe y aprisiona. Personas que ya no están, caminos irrecuperables,
significados que ni siquiera consiguen comprenderse de la misma manera.
En el ocaso de mi ser, la
palabra ayer revela ese territorio impreciso que desvanece el recuerdo y adónde
regresar ya no es posible.