Ezequiel Martínez Estrada
Si el
olvido y el recuerdo plantearan interrogantes existenciales, decisivos, fuerza
es reconocer que la poesía ha conseguido por momentos identificarlos
plenamente.
Es el caso
de este bellísimo poema de Ezequiel Martínez Estrada, dedicado a su ciudad
natal, en el que junto a recuerdos muy fragmentarios y distantes (el sol, la
madre, la tristeza, el río, los otros chicos, la tapia) se ciñe permanentemente
el olvido, esa temible y necesaria región de la existencia que le lleva a
pensar que la evocación podría ella misma súbitamente quebrarse.
Ezequiel
Martínez Estrada nació en San José de la Esquina, provincia de Santa Fe, en
1895. Fue profesor de literatura en el Colegio Nacional de la Universidad
Nacional de La Plata (también de la Universidad Nacional del Sur, en Bahía
Blanca).
Escribió
numerosas y excelentes obras: entre ellas, su ya clásica Radiografía de la
pampa (1933); La inundación (1943); Muerte y transfiguración de Martín Fierro
(1948)); Tres cuentos sin amor (1956); La luz y otros entretenimientos (1957);
Coplas de ciego (1959); Familia de Martí (1962); El nuevo mundo, la isla de
Utopía y la isla de Cuba (1963). La Editorial Universitaria de Buenos Aires
EUDEBA ha publicado bajo el título Poesía de Ezequiel Martínez Estrada, una
antología de poemas suyos, seleccionada y presentada por Juan José Hernández,
en la colección Siglo y medio, en 1966.
Murió en
Bahía Blanca, el 4 de noviembre de 1964.
San José de la Esquina
Apenas te distingo, fragmentario
de tan lejano y tan pequeño.
Un poco de memoria y otro poco de sueño
te ven reconstruyendo en un plano arbitrario.
La casa amplia tenía
rejas en las ventanas y la luna tras ellas.
Después la galería
y un tapial erizado con vidrios de botellas.
Una tarde llovió con sol. Qué vieja y nueva
esa lluvia de otro, y con cuanta alegría
cantaba yo: “que llueva, la vieja está en la cueva”.
Así sigue lloviendo en mi alma todavía.
Fuera del pueblo, en casa de una vieja.
Una pala de sacar pan. Un horno. Otro chico. Algún juego.
La vieja que pitaba un cigarro de chala.
Recuerdo bien la mano, el cigarro y el fuego.
¿Y algo más? Una fiesta junto a un río.
La gente alegre, el viento a toda orquesta.
Debió ser una fiesta muy triste aquella fiesta
pues mi madre se puso a llorar de repente.
(Un pañuelo de seda, cuadriculado, el río,
mucha gente en el aire y un sol amarillento
coches. Gente cantando. Y nada más. Dios mío,
y nada más que el sol, las lágrimas y el viento).
Ah para siempre inmóviles recuerdos tan remotos
que no sé si son míos, si ciertos o de fiebre.
Tengo miedo al tocarlos porque están casi rotos
que éste se me deforme y el otro se me quiebre.
Del libro Argentina (1927)