miércoles, 6 de noviembre de 2013

Acerca de la ley

H. N.


Si uno de los rasgos con que se identifica a la posmodernidad es que en ella sólo caben un pensamiento y una voluntad débiles y fragmentarios, fuerza es reconocer que esa debilidad y esa fragmentación alcanzan en torno a la ley humana –al menos en nuestro país- dimensiones sobrecogedoras.

De normas generales y abstractas, estables, portadoras de valores que proyectaban la armonía de las sociedades (leyes que excluían la arbitrariedad y aventaban el despotismo) hemos pasado, insensible, rápidamente y hasta con desaprensiva alegría, a fórmulas de desencanto: inciertas, inestables, desprolijas. Leyes dictadas hoy para ser derogadas mañana. Leyes cuyo número se ha multiplicado hasta lo irrecuperable. Leyes frívolas, improvisadas, adiáforas. Leyes de origen unipersonal con la forma de decretos. Leyes que no se cumplen o que sólo pueden cumplirse mal.

La posmodernidad significa sin embargo sólo el final de una época exhausta: no el final del hombre ni de su historia. Y así como los tiempos del hombre no pueden ser definidos sino provisoriamente por un “pos”, tampoco pueden quedar ligados a la perplejidad y al desconcierto. La existencia personal (dialógica, proyectiva, ética, histórica, libre, comprometida, trascendente), sólo puede comprender este momento de perplejidad, por intenso que sea, como una instancia de fracaso que debe ser recuperada.

La existencia humana se asienta sobre ciertos valores que el hombre no podría negar sin negarse a sí mismo, aún en los momentos en los que el paso de una situación histórica a otra pueda en alguna manera confundirlos.

(Por lo demás, estos tipos de crisis suelen ser vividas especialmente a niveles intelectuales. Aún sin negar el carácter especular de esos procesos de la cultura, la vida cotidiana suele presentarse con exigencias concretas que no dejan tiempo al desconcierto: quiero decir, el pobre, la viuda, el enfermo, el peregrino, siguen llamando a mi puerta: sus rostros no entienden el silencio que alcanza a fundar mi desesperanza. Jamás podrían aceptar que la respuesta a la llamada se encuentre ocluida por la perplejidad…)

Entre esos valores que no pueden desconocerse está la ley.

Me he resistido siempre a ver en ella la identificación total del derecho. He dicho más de una vez que el derecho no es el prisionero de la ley y que supera a la ley por todas partes. He recordado con frecuencia aquella frase de San Pablo acerca de que el amor es su plenitud (Rom. 13.10) y aquella otra que propone a los cristianos la liberación de la ley (Rom. 6.14). El derecho es el diálogo, no su formalización.

Pero tengo clara conciencia de que la ley resulta indispensable (aunque sea por la dureza de nuestros corazones: Mt.19.8) para crear condiciones que permitan la realización del hombre. Que la impersonalidad de su fórmula permite sostener la personalización de sus destinatarios. Que su hipotética abrogación conduciría a la opresión. Que en las condiciones actuales de existencia, un mundo sin ley sería un mundo de arbitrariedad.

Esa necesaria ley no ha sido abrogada en su totalidad, pero ha sido dañada ontológicamente, trasmutada, desgarrada en su interior más profundo. Queda parcialmente su sombra.
Aparecen –y debe advertirse todo lo tremendo que ello significa- leyes que no son leyes, leyes que sólo tienen la identificación exterior de su número o de la fórmula de su promulgación y el rasgo (que a partir de allí se vuelve meramente externo), de su fuerza coactiva. Es una desvalorización interior, una nulificación, que, por lo demás, pareciera vivirse sin tragedia.

No es el amor el que ha desbordado a la ley hasta volverla inútil, ni la vida cristiana que la ha desplegado hacia su propia escatología. No: es sólo la perplejidad del desaliento que desconoce a la ley sin reconocer al amor.

Detrás de esa ley herida se esconden las redes del puro poder.

Quisiera por ello reivindicar brevemente algunas de sus notas esenciales (aquellas que me parecen más dañadas y olvidadas), que tanto la sabiduría popular como la científica y la filosófica han reconocido históricamente en la ley.

Y trataré de hacerlo desde su propia etimología (las etimologías suelen proporcionar una inefable riqueza: conjugan lo predicativo con lo antipredicativo, lo que se razona y discurre con lo que se intuye y actúa. Están al margen de la perplejidad porque anudan, en un vocablo, sabidurías de generaciones separadas por siglos y hasta por una distinta captación de la verdad. Constituyen una ilación que verifica empíricamente la secuencia de historicidad del lenguaje).

Esta etimología se abre, para la ley, en tres líneas clásicamente recuperadas. Más allá de toda discusión filológica sobre la posible prioridad de una sobre otras, las tres han quedado incorporadas internamente a la cultura jurídica y pueden proporcionarnos elementos para una reflexión ulterior.

La primera de ellas es la que deriva a la ley de legere, porque se escribe para que pueda ser leída. (Es la etimología que destacaba Cicerón en el uso vulgar, y que ha trabajado cuidadosamente San Isidoro de Sevilla). Recordarla lleva a recobrar, precisamente, dos de los rasgos más desconcertantemente preteridos en la ley hoy: el de la claridad y el de la permanencia.

No es posible leer lo que es oscuro o lábil. No se pueden leer letras que se mueven o que se diluyen y se borran. No se pueden leer palabras confusas sin confundirse.

Nuestras leyes de hoy han asumido esa extraña peculiaridad: han traicionado al legere. En su variedad y promiscuidad ni los abogados y jueces conseguimos a veces discernir con seguridad cuáles están o no vigentes. Sus contenidos se muestran herméticos, abiertos a las interpretaciones más dispares; y el uso mismo de lenguajes técnicos ha resultado con frecuencia negativo, porque ha aventado su sencillez, volviendo su texto incomprensible para el común de las gentes. En su falta de certidumbre se ha cumplido la admonición de San Isidoro (Etimol. 1.5 c.21): se ha ocultado el engaño.

Pero no es solamente el a legendo el olvidado. Hay también una segunda línea etimológica contemporáneamente desconocida en los hechos. La del a eligendo (delectus, deligere, elegir), que recogían entre otros Séneca y San Agustín.

La ley es una elección de la libertad. Y esto vale doblemente no sólo para cada ley en particular, sino en general para la cultura de la ley. Toda ley significa una opción de valor y toda legalidad la concreta afirmación de que en una cultura determinada ha quedado proscripta la arbitrariedad.

Esa radical exclusión de lo arbitrario está también hoy sumamente debilitada. Las leyes han perdido su generalidad y con ella su ordenación al bien común: se han vuelto sectoriales, leyes de grupos segmentados dentro del grupo social total.

La igualdad ante la ley desaparece en la medida en que las leyes se fragmentan según sus destinatarios. Este es otro signo doloroso de la época.

Y hay todavía una tercera línea etimológica desbordada: la del ligando (ligare, atar) receptada por los maestros escolásticos del siglo XIII, incluyendo a Santo Tomás.

La ley como ligare expresa a su vez su obligatoriedad. Esa obligatoriedad de la ley deriva de su vinculación con los valores morales que se tratan de realizar con ella. Es una obligatoriedad estrechamente vinculada con el eligendo. La ley ata, antes que por las sanciones que habitualmente acompañan a su eventual violación, por su referencia a valores. 

Su obligatoriedad es por sobre todo ética. La ley jurídica es una realización (sin duda específica y con limitaciones, pero radicalmente cierta) de la dimensión ética del hombre.

Al improvisarse la ley, al sectorizarse, al volverse frágil y poco duradera, su ligamen al valor se debilita. La ley parece más atada a exigencias de momento o a determinados intereses que a un proyecto de realización verdaderamente humano. Se ha desmoralizado. En esas condiciones, las sanciones por su transgresión se trasladan a su núcleo: la ley pasa de ser un esfuerzo moral de la libertad a ser un mero orden coactivo.

Es necesario recuperar la ley. Si su vaciamiento ontológico es signo de las dificultades de la época, el desafío que la perplejidad propone sólo puede ser resuelto con una recuperación de sus posibilidades y riquezas. Las mismas que proponen sus variadas etimologías.

Es necesario volver al a legendo, al a eligendo y al ligando, lo que quiere decir recuperar, para la existencia dialógica del hombre la ley, con su claridad, su permanencia, su opción de valor y su ligamen para la libertad.