El derecho como orden de respeto
H. N.
De todas
las definiciones que sobre el derecho se han dado a lo largo de los siglos,
aquella que siempre me ha parecido se adecua mejor a su ser más profundo es la
que lo describe como un orden de respeto recíproco. El derecho es, en efecto,
la respetuosa solución a los problemas sociales, a los conflictos y a las
contradictorias tendencias que la libertad tantas veces asume.
Su regla es el
respeto. Su armonía, su fin, sus medios, encuentran en el respeto la clave
fundamental.
Estas
reflexiones me parecen necesarias ahora que nuestro país se reincorpora a la
vigencia del derecho, de la que estaba en tantos aspectos extrañado. Ahora que
la democracia y la libertad pueden volver a vivirse como palabras llenas de
significado y no meras evocaciones de una abrumada nostalgia. Un reencuentro
con nosotros mismos, con nuestra humanidad esencial, que todos quisiéramos
fuese de una vez y para siempre.
Si
aceptamos como válida una clasificación que ha sido propuesta por importantes
especialistas, las relaciones sociales son susceptibles de ser agrupadas en
cuatro tipos fundamentales: violencia, poder, reconocimiento y amor. En las
cuatro expresiones de esa tipología quedan englobados todos los vínculos
(positivos y negativos) que los hombres podemos trazar entre nosotros.
La
violencia es la relación del daño, de la recusación, del desencuentro de las
personas en el momento mismo del vínculo. En ella, los seres humanos se buscan
para menoscabarse, para lastimarse, para destruirse. La violencia es,
sustancialmente, una recíproca negación.
El poder
es una relación en la que una individualidad se expande en detrimento de otra u
otras. La libertad de uno se desmesura, la libertad de los otros se restringe
en la medida de aquel desmesuramiento. El poder es la afirmación de uno y la
negación del otro.
Poder y
violencia pueden –es cierto- asumir grados muy diversos. Esto es
particularmente notable en orden al poder. Desde un poder fugaz, momentáneo,
casi inadvertible para las mismas partes que lo viven, hasta un poder extremo
que aprisiona y disuelve una personalidad en otra, como el que se da en casos
extremos de sugestión personal o, estructuralmente, en las grandes
concentraciones de poder político, militar o económico.
Aún
cuando algunos pensadores hayan hablado en estos casos de una transformación
cualitativa del poder y aunque ella sea en algún sentido verdadera, la relación
de poder refleja siempre una idéntica situación de desigualdad, que es la que
abre paso, precisamente, a las permanentes perplejidades que plantea su
existencia.
La
relación de reconocimiento es en cambio la de una afirmación recíproca. Las
partes se encuentran admitiendo su profunda,
radical equivalencia. La comunicación, el intercambio, el encuentro de
persona con persona se hace a partir del
presupuesto de igualdad recíproca.
Nadie avasalla ni supera a nadie, como en el
poder, nadie daña ni menoscaba a nadie como en la violencia. El encuentro, aún
fugaz, es pacífico. Esta zona de reconocimiento es, esencialmente, la zona de
la paz.
El amor
por su parte plantea la alternativa más
extraordinaria y profunda que un hombre puede encarar. Por ella –básicamente
por ella- se expresa la condición humana y la dignidad del hombre –verdadera
imagen y semejanza de lo trascendente- alcanza su dimensión más intensa.
El amor
principia siendo una negación: toda persona que haya amado o ame sabe hasta que
punto el amor convoca a negarse (“…todo lo sufre, todo lo crea, todo lo espera,
todo lo soporta…” por recordar el texto paulino): pero esa negación no concluye
allí, sino que, por el contrario, se vivifica en ulteriores y más profundas
afirmaciones como reconocía Hegel: el amor lleva en sí su propia contradicción.
Su
negación se resuelve en una afirmación nueva. Es ese grano de trigo que cae,
muere y hace nacer muchos frutos como expresa el Evangelio.
Estos
cuatro tipos de relaciones sociales en los que se resuelve el panorama de las comunicaciones y vínculos
posibles entre los hombres, vale extraordinariamente para una reflexión, acerca
del derecho.
Voy a
dejar por ahora el complejo tema de las recíprocas correspondencias entre el respeto y el amor y
hasta que punto, siendo uno base elemental del otro, el amor supera de tal modo
al derecho que lo lleva al punto de su propia escatología, planteando
problemáticamente la razón de su existencia final.
Quiero
–en homenaje a mi patria que recupera la vida armoniosa del derecho- referirme
brevemente a las relaciones del derecho con el poder y la violencia.
El
derecho es el orden del reconocimiento. Su ubicación sociológica está
precisamente en aquella gama de relaciones en las que los hombres se encuentran
con sus semejantes reconociéndose en su esencial igualdad. Por eso el derecho
es armonía y paz, y una forma esencial de comunicación entre los derechos que
expresa su radial humanismo.
El
derecho permite que dos personas sin perder su libertad –más bien realizándola
en su sentido más profundo- se encuentren respetuosamente. Las diferencias se
resuelven con criterios de justicia.
Las
pasiones se atemperan por el camino del diálogo. La mesura, la ponderación, la
racionalidad, a sumen un sentido decisivo, en donde el sentimiento no se
excluye por cierto, pero se afirma y purifica a través de una respuesta
inteligente.
Por eso
la profunda discrepancia del derecho con la violencia.
El
derecho es el orden de la paz, de una paz pacificadora, además, porque se
multiplica por caminos duraderos. Es el orden del contrato, de un contrato que
iguala hasta el tráfico de los bienes materiales y de los servicios personales.
El orden de la propiedad, en la medida en que ésta es reflejo de la proyección
de la personalidad, y respuesta a sus necesidades materiales y espirituales. Es
el orden de la vida. De la libertad del
pensamiento creador, del arte y de la investigación de la verdad.
Es el
orden de la privacidad domiciliaria, del pensamiento que ese expresa sin temor,
del Dios amado y rezado con el corazón sustentado por la gracia, pero abierto,
por la libertad. Hasta la pena –sujeta ella misma a múltiples cuestionamientos
en orden a su legitimidad- se dulcifica con el derecho: se vuelve cautelosa y
limitada respuesta crítica, llena de condicionamientos y de precauciones.
El juicio
de los jueces es una reflexión mesurada y cuidadosa, humilde, porque asume la
dimensión perpleja del sentido del hombre en la tierra.
La
violencia (y el orden externo de la violencia) muestra en cambio un panorama
desastrosamente diferente. Sus modos no son de comunicación entre los hombres
sino apenas de contacto. El ser íntimo de cada uno se cierra al enemigo, el
hombre se transforma en una cosa, apta para ser dañada o destruida.
Esto se
advierte especialmente con las grandes concentraciones de poder armado que
tanto pesan sobre la conciencia moral de nuestro siglo y que son la expresión
teratológica de una violencia potencial.
El poder
por su parte es el eterno contradictor del derecho. El derecho se vale –es
cierto- a veces, mínima y cautelosamente, del poder (no como existencia
esencial de su ser sino como mera concomitancia, como contenido de un derecho
subjetivo del hombre frente a otros poderes que lo agraden), pero guarda frente
a él una esencial prevención, un permanente cuidado.
Toda la
historia del derecho es, junto a la de la oposición a la violencia, la de la
oposición al poder.
El
derecho constitucional, al limitar el poder político, organizándolo de modo de
impedir la opresión. El derecho administrativo, trazando límites a los meros
criterios de utilidad y eficiencia a partir de la existencia de los valores
permanentes del derecho, y básicamente, a partir de la necesidad de respeto del
administrado; el derecho penal con sus condicionamientos a la pena (incluso a
través de la fijación de tipos delictivos); el derecho laboral, que trata de
igualar relaciones que de otro modo permitirían un abuso; el derecho civil que
exige que las relaciones entre los contratantes se tracen en situaciones de
equilibrio e igualdad, son expresiones de esta tendencia fundamental de
contenido de sentido del derecho a lo largo
de toda la existencia.
El
derecho es el orden de la paz, porque es contrario a la violencia, y es el
orden de la seguridad (de la verdadera y humana seguridad), porque está
construido en permanente vigilia frente al poder, a su expansión y a la
arbitrariedad, que es el poder desmesurado, sin límites.
Nuestro
país –que ha conocido las dolorosas instancias de la violencia desatada sin
control y del poder expandido hasta extremos de delirio- luego del largo camino
de sus propias penurias, regresa esperanzado al derecho. Esto significa, entre
otras cosas, incorporarse al sentido de la historia del crecimiento del hombre
y de su evolución. Porque a esta altura del desarrollo de la conciencia moral
el hombre sabe que el recíproco respeto es el modo verdadero de orden y de
organización social. Y que cada vez que por error, por el extravío de una
conciencia confundida, asume la violencia como forma de acción política, o el
poder desnudo sin los límites estrictos del derecho, retrocede en la cultura,
marca una claudicación, traza una historia que marcha en el sentido inverso al
que le marca el crecimiento del hombre en la búsqueda de su propia humanidad y
de su trascendencia.
Si la
violencia y el poder desmesurados deben ser condenados como claudicaciones de
la cultura, el regreso a la vigencia del derecho, la perpetua y constante
voluntad de hacer de cada acto de la vida de relación una expresión de respeto
recíproco debe ser saludado con entusiasmo, ya que significa recuperar el
perdido sentido de la existencia social, mirar hacia delante, componer la
perspectiva de un futuro que en cuando sea más humano será también más
promisorio.
El
derecho, que es el orden de la paz, de la libertad, del trabajo, de la vida,
por eso mismo, se nos abre en este tiempo como un inmenso amanecer. En él habrá
que construir, sin cansancios, el genuino humanismo de una convivencia
armoniosa y la esperanza de un destino más bueno y verdadero.