El viaje
Escrito y realizado por Fernando E. Solanas. Con Walter Quiroz, Dominique Sanda, Fito Páez, Carlos Carella, Franklin Caicedo y otros. Música de Egberto Gismonti, Astor Piazzolla y Fernando E. Solanas.
Una desoladora acumulación de desencantos, de nostalgias; una inexplicable (por momentos agobiante) pasividad popular; el recuerdo de un pasado de esplendor que evocan las ruinas indígenas o frisos del tiempo heroico de las luchas por la independencia; retratos de próceres que caen, en medio de basuras y nieve; un San Martín que vuela, semicubierto en el viento; imágenes de una televisión alienada, fantasiosa; dirigentes políticos arrodillados y frívolos; el acuciante tema de la inundación, oscura, sucia, llena de miasmas y de excrecencias; y el resignado rostro de quienes conviven con el agua, con el desierto, con la exploración del hombre y con la muerte, van llenando un implacable espacio de pesadillas y trastornos.
Hay una búsqueda que impone el viaje de Martín, un joven –casi un adolescente- desde el confín del sur (ese sur omnipresente en Solanas, adonde concluye el mundo y comienza el desarraigo), hasta Oxaca, México, recorriendo lugares y países que son igualmente frustraciones. Hábilmente proyectada hacia la imagen paterna, ese transitar a pie, en bicicleta, en barco, en camión o en el increíble y mágico vehículo de Américo Inconcluso que sintetiza el tiempo, configura, básicamente, una búsqueda de sí, imposible de no en lazar con la de América Latina tras su identidad que hace quinientos años se le desvanece, a pesar de la infinidad de luchas y un memorioso recuerdo, cuyo valor superan sin embargo, las desgarradoras recurrencias de su prisión colonial.
El viaje comienza en Ushuaia, donde la limpidez del paisaje y la claridad del cielo contrastan con la abigarrada suciedad de una escuela modelo, conmovedora, desgarrante, con personales gravemente humanos en su juego surrealista. (Esos contrastes: paisaje límpido y desambitalización permanente, constituyen un proceso de dialéctica interna a lo largo de todo el film).
Continúa por un territorio colonizado, donde el idioma extranjero desmesura la nostalgia del ocasional mate y del cuero raído y yacente de las viejas ovejas que el petróleo desplazara.
Y se interna en el lóbrego derivar de las aguas que empiezan inundando la calle y continúan inundando todo: paisajes, casas, árboles, cabinas telefónicas, y hasta el distraído caminar de las gentes anegadas.
Luego viene Buenos Aires, el Congreso, el obelisco y la inundación que asume dimensiones patéticas que la canción (en la voz de Fito Páez) recuerda: “Ranas, renacuajos andan por debajo”; y luego: “Floto en la Argentina –entre niebla y ruina- floto con mis sueños…”.
Posteriormente por la América seca, que es a veces desierto, y otras veces barco y otras veces (acaso como en la secuencia mejor lograda del film) una mina en Brasil donde se conjugan la cosificación tenaz y las neurosis del colonizado. Y el camión recaudador de tributos de la deuda externa que siempre llega (con otros rasgos, pero siempre igual a sí mismo) desde la época de Hernán Cortés o de Pizarro viene, insaciable, robando las riquezas de las gentes de esta tierra para llevarlas a otra lado del mundo y de los sueños.
Y el viaje lleno de ansiedad y búsqueda continúa por Perú, por Brasil, por el agua, el barro, por la selva, por el asalto y el crimen, por templos usurpados sobre las ruinas de la intolerancia, por las caderas –apenas insinuadas- de una mujer asociada al misterio; por el mercado donde se comercial hombres agonales, por el mercado donde se comercian verduras, por la bicicleta robada, o por el grupo libertario de rostros morenos y pobres que camina desde el Uruguay para unirse a la epopeya libertaria; o, en definitiva por el sonoro bombo que desde fábricas despobladas y clamores obreros acallados golpea intermitentemente amenazando volver.
Martín nunca se encontrará con su padre, si del padre biológico y ausente se trata. Se encontrará siempre con él, en cambio, si el padre es, como se define claramente en las instancias finales del film, la meta de una búsqueda nerviosa por una Latinoamérica desgarrada que llama desde el fondo de su perplejidad y su pobreza.
Poco a poco desde la ventana de un ómnibus que lo reconduce a su tierra, frustración tras frustración, comenzará a comprender el sentido de un viaje que más allá de los lugares tiene como paisaje único y existencial el de la búsqueda de su propia dimensión liberadora.
Fernando Solanas ha construido minuciosa, prolijamente, un film extraordinario. Nada falta en él y nada sobra. Cada secuencia es una sorpresa: cada diálogo, cada imagen, cada luz y cada sombra, un infinito hallazgo.
Desde una facticidad que lo ciñe pero que en ningún momento desvanece su sentido universal; desde Latinoamérica: pero reflexionando sin fronteras de espacio ni de tiempo sobre el dolor y la búsqueda, este desgarrador testimonio –que ni aún en las secuencias más urticantes cae en lo lineal-se revela como la obra de un creador, de un poeta en el sentido prístino del término.