De eso no se habla
Un film de María Luisa Bemberg. Con Marcelo Mastroiani, Luisina Brando, Alejandra Podestá, Betiana Blum, Roberto Carnaghi, Alberto Segado, Jorge Luz, Mónica Villa, Juan Manuel Tenuta y Tina Serrano.
En la página 140 y siguientes de su célebre Historia de las Indias, Bartolomé de las Casas narra su discusión en España frente al obispo fray Juan Cabedo sobre si los indios americanos eran o no esclavos a natura. La disputa gira en torno a un texto de Aristóteles sobre la esclavitud. Dice el padre de las Casas dirigiéndose al obispo: “…las señales que tienen los siervos de natura por las cuales se pueden y deben cognoscer, son que la naturaleza les dio cuerpos robustos y gruesos y feos y los miembros desproporcionados para los trabajos, con los cuales ayuden, que es servir, a los prudentes; y las señales para cognoscer a los que son señores o personas para saberse gobernar por sí mismos y a otros, la naturaleza se las dio y éstas fueron y son, los cuerpos delicados y los gestos hermosos bien dispuestos y proporcionados…”. Sobre la base de estas ideas, Bartolomé de las Casas defendía a los indios y proponía la importación de esclavos negros.
Quinientos años después resulta imposible leer estas palabras sin experimentar una abrumadora congoja. Junto al presente y futuro del drama social que descubrían, estaba el pasado de textos escritos cuatro siglos antes de Cristo por uno de los grandes filósofos griegos, de los que se pretendía inferir la señal corpórea dl ser esclavo: un esclavo no por una convención o por la guerra, sino por la naturaleza: es decir, por una definición radial contra la cual hubiera sido inútil revelarse porque guardaba sobre sí la impronta de lo absoluto. (Política, L.1 cap.2).
Esa misma abrumadora congoja suscita simetrías rigurosas con la descripción aristotélica. Su discapacidad, como en un atroz juego de espejos, revive sus desproporciones, las desmesura y proyecta hasta sus últimas consecuencias.
Y entonces todo resulta inútil.
Uno puede a un enano enseñarle idiomas; lograr que ejecute brillantemente a Chopin; hacer que sepa historia y geografía, que conozca las maravillas del mundo.
Puede aún, si es mujer, regalarle vestidos hermosos, peinarla, maquillarla y hasta casarla con el ciudadano más notable del pueblo.
Todo será en vano. La mujer enana es enana y su naturaleza la llevará, desde lo insondable, a ser payaso de circo: aunque nunca haya visto un circo antes en su vida, aunque todos los circos del mundo le hayan estado culturalmente ocultos y vedados.
Porque el circo es la existencia del enano, es la esclavitud a natura de los seres deformes: una pulsión de muerte que lo convoca desde el infinito, venciendo todo amor, todo dolor, todo criterio.
Y entonces, la enana olvidará a su pueblo, dejará a su madre encerrada tras las ventanas oclusas de su casa, renegará de su marido arrastrándolo al suicidio: y en un rescate negativo se perderá en las categorías universales del sueño, junto a los elefantes acróbatas y los leones enjaulados. Triunfal, gozosamente: portando con altivez y alegría ese gorrito brillante y de colores con el que los enanos del circo exaltan su sujeción a una servidumbre esencial.
Lenta, minuciosa, implacablemente, el fil de María Luisa Bemberg va marcando esos hitos desgarradores, mientras su inexorable final asume la precisa dimensión de lo trágico.
La promesa procura salvar el inmenso desconcierto del límite desde el hoy en que se la propone. Prevé el cese, la culminación de una topografía ahora oclusa, anticipa el ulterior encuentro de quienes son sus amigos.
(La promesa, sin embargo, remite hacia una mañana existencialmente inaferrable. Pedro lo siente claramente: “Señor, ¿Por qué no te puedo seguir ahora…? Teme al riesgo de la espera, por el cual se filtra muchas veces, la desesperanza…).
En cada tramo de este episodio tan impresionante y a la vez tan rico en significaciones se proyecta la implicación total de la correlación adonde-ahora.
La existencia del hombre es –radicalmente- un ahora: con su pasado, su futuro y su presente actual. Con su búsqueda y con su sentido de despedida, con la muerte que la circunscribe permanentemente.
Es un ahora proyectivo y pro eso mismo, constantemente irrealizado. Es una existencia incapaz de consumar su propia plenitud, ahora. Por eso su inquietud, su angustia.
Pero el ahora es, como en la promesa –y aún por ella misma- un ahora de hoy, no de siempre.
La consumación de su proyecto es el adonde después. La existencia concreta es, implícita y constitutivamente, un juicio internamente demorado de verdad.
El adonde convoca al hombre: hay una esencia que supera a la existencia, que le sirve de norma y de valor.
A veces, todo es extraño y desconcierta: un ahora, un lugar inaccesible todavía, una proyección hacia el incalculable mañana. El diálogo en el que todo el ser del hombre se radica y su suspenso presente, como en una despedida. Las crisis y fracasos de nuestra existencia parecieran reflejar esa inabarcable tensión.
Héctor Negri